24 de marzo de 2021

¿Serás, amor, un largo adiós que no se acaba...?

No sé si fue el azar, el destino o la mera casualidad pero los poetas de la generación del 27 llegaron muy pronto a mi vida. Prácticamente los descubrí al mismo tiempo que a mis padres nutricios (Baudelaire, Pizarnik, Girondo, Storni, Juarroz, en rápida sucesión). No hay uno de ellos que me deje indiferente o cuyos versos no lleguen hasta esas profundidades a las que pocos poetas llegan. Quizás porque todo el movimiento en sí mismo significó el gran salto de la poesía en castellano (el gran salto anterior había sido el modernismo), el aquilatamiento de una percepción vital que ya se sabía amenazada (no faltaba demasiado para la guerra civil española), la delicada afinación de un instrumento (el idioma castellano) que da frutos esplendorosos cuando es bien pulsado. Y entre todos los poetas de la generación del 27 para mí siempre sobresale él, Salinas. Nadie como él le escribió al amor y a todas sus venturas, sus fulguraciones, sus opacidades, su inefable centralidad en la vida de cualquier ser humano, por más que los Señores del Mundo se obstinen en lo contrario. Justo hoy me topé en Facebook, gracias a Martín Errecalde, con este bellísimo poema (en puridad, los versos 54 a 90 de ese precioso libro precisamente titulado Razón de amor), justo cuando lo que estoy escribiendo denodadamente cada día (el mostrenco mamotreto inclasificable que mencioné ayer) es, de alguna manera, una ardiente despedida, la despedida de aquello que nunca se va y que nunca dejaré que se vaya, claro.

¿Serás, amor
un largo adiós que no se acaba?
Vivir, desde el principio, es separarse.
En el primer encuentro
con la luz, con los labios,
el corazón percibe la congoja
de tener que estar ciego y solo un día.
Amor es el retraso milagroso
de su término mismo;
es prolongar el hecho mágico
de que uno y uno sean dos, en contra
de la primera condena de la vida.
Con los besos,
con la pena y el pecho se conquistan
en afanosas lides, entre gozos
parecidos a juegos,
días, tierras, espacios fabulosos,
a la gran disyunción que está esperando,
hermana de la muerte o muerte misma.
Cada beso perfecto aparta el tiempo,
le echa hacia atrás, ensancha el mundo breve
donde puede besarse todavía.
Ni en el llegar, ni en el hallazgo
tiene el amor su cima:
es en la resistencia a separarse
en donde se le siente,
desnudo, altísimo, temblando.
Y la separación no es el momento
cuando brazos, o voces,
se despiden con señas materiales:
es de antes, de después.
Si se estrechan las manos, si se abraza,
nunca es para apartarse,
es porque el alma ciegamente siente
que la forma posible de estar juntos
es una despedida larga, clara.
Y que lo más seguro es el adiós.

Razón de amor

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