22 de junio de 2021

Corazón partido

Son días horribles. Díficiles, duros, eternos. A las horrendas maquinaciones de la posmodernidad, hay que sumarle la pestiferación maldita que nos azota sin tregua y que cada vez que parece amainar es sólo para volver con mayor ferocidad. La rutina, aunque es de las pocas cosas que nos mantienen en eje, es igualmente feroz y desgastante. Todos los días debo luchar contra la abulia y la apatía, dos de mis grandes enemigas. Todos los días debo repetirme como un mantra que habrá salida, que hay futuro, que todo va a estar bien. Pero qué va a estar bien. Un carajo está bien. Y por si todo eso fuera poco, las ausencias que se vuelven carne y retornan con sus cantos imposibles en sueños o en recuerdos, sólo para dejarnos más solos y más lacerados. Y así siguiendo. Y, sobre llovido, mojado: se siguen yendo los maestros. El domingo, el corazón de Juan Forn dijo basta. Ayer, todavía golpeados y machacados por esa infausta noticia, nos enteramos de que la poeta Laura Yasán, una de mis maestras, decidió, al parecer, irse. Su corazón, como se desprende de alguna del poema que copio a continuación, también dijo basta. Podría enumerar todos los talleres que hice con ella, hablar de sus certerísimas devoluciones y del premio que fue ser finalista en un concurso de poesía sólo porque ella estaba en el jurado, pero no tiene la menor importancia. Es hora de leerla. Ahora no queda más que leerla. Podemos dejar las anécdotas personales y las explicaciones y los análisis poéticos para otro momento.
Agradezco a Sergio Felipe Mattano la imagen que ilustra este posteo.



QUÍMICA ORGÁNICA

todo el tiempo que tarda el corazón en olvidar la música
y acostumbrarse al ruido de hojas muertas
que desprende el recuerdo cuando avanza

todo el tiempo que tarda en separar
hebras impuras del oxígeno
latido de temblor
señales en la falla

todo el tiempo que tarda en reaccionar su ángel sometido
la boca azul contra la noche
ese torrente oscuro que va en la cicatriz
como un pez por el cauce del misterio

todo el tiempo que tarda en corromper
la ruta del carbono
y arder bajo la nuca el tronco de su árbol

se rasga en las mejillas una alfombra de seda
la lengua flota en una ciénaga
y es un beso de sal sobre la llaga
todo el tiempo que tarda el corazón
en dejarte partir

La llave Marilyn, 2008. 

7 de junio de 2021

Astilla de lucero

Cada vez más me inclino por la poesía más simple, por la que prescinde de todo andamiaje retórico vacuo, de toda pedantería ilustrada, de toda arquitectónica composición de nada. Cada vez más creo que es necesario adentrarse, tanto como lector y como creador, en la dificilísima sencillez, en la compleja ciencia que hace que todo parezca facilísimo cuando es todo lo contrario. Cada vez menos artificios y más sustancia y esa sustancia cuanto más simple, llana, cercana y natural, mejor aún. Me alejo cada vez más, como lectora y como creadora, de los cerrados mundos yoicos, de las inentendibles abstrusidades que nada dicen, de los piélagos de vocablos vacíos apilados al tuntún, procurando que digan algo cuando nada pueden decir, pues no los anima la gracia, no tienen, justamente, alma. Cada vez más alejada de pompas y circunstancias, cada vez más cercana al mundo natural que nos rodea, el que vive y respira fuera de las pantallas, como estos poemas del peruano Arturo Corcuera que invito a leer. 



FÁBULA DE LA LUCIÉRNAGA

Diamante en trizas.

Semáforo diminuto
que señala el rumbo
de las libélulas.

Posada sobre un madero
cantas intermitente,
astilla de lucero.


EL HEREJE

Nadie podrá convencerme
que el tren
no es larva de mariposa
que el avión no tiene plumas
que el mar no bebe cerveza
que la luz no es una flor.

31 de mayo de 2021

Le dices que no insista, que he salido...

Entre mi cumpleaños número 47, las nuevas restricciones y la mar en coche, sin quererlo, me tomé unos días y desaparecí de estas costas... pero sólo porque estaba en otras, disfrutando a rabiar el seminario sobre la literatura argentina y su relación con el mar, de Juan Bautista Duizeide, y leyendo a la vez su antología de literatura marinera Abordajes literarios, publicada el año pasado por Adriana Hidalgo. Sabrán comprender.
Casi traigo unos fragmentos de Juventud, de Conrad, ya que estábamos, pero he preferido, en cambio, volver a un primer amor. El 29 de mayo, justamente, se cumplió un nuevo aniversario del nacimiento de Alfonsina Storni, una de mis máximas poetas preferidas en todo el orbe poético universal. La leí muy temprano y quizás por eso ocupa ese sitial indiscutido, pero al pasar los años no he perdido ni un ápice de aquel entusiasmo y, muy al contrario, la admiro cada vez más, no sólo por su vida de loba solitaria, que le requirió absoluta y verdadera valentía, sino por su maestría poética, que fue reinventándose en cada libro, hasta llegar al pináculo en Mascarilla y trébol, una obra, me atrevo a decir, no suficientemente estudiada por la academia (acaso eso sea una bendición). Pero más todavía por ese poema final que me precipita a las lágrimas cada vez que lo leo, sin que lo pueda evitar y por el que alguna vez fui invitada a un programa de Radio Universidad, conducido por Marcos Clavellino (autor de la foto que ilustra este posteo), para farfullar algunas bobalicadas sobre él, bobalicadas a las que espero darles mejor forma ahora. Quien lo desee, puede escucharlas aquí

Foto: Marcos Clavellino


El poema, es, claro, este: 

VOY A DORMIR

Dientes de flores, cofia de rocío,
manos de hierbas, tú, nodriza fina,
tenme prestas las sábanas terrosas
y el edredón de musgos escardados.

Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame.
Ponme una lámpara a la cabecera;
una constelación, la que te guste;
todas son buenas, bájala un poquito.

Déjame sola: oyes romper los brotes...
te acuna un pie celeste desde arriba
y un pájaro te traza unos compases

para que olvides... Gracias... Ah, un encargo:
si él llama nuevamente por teléfono
le dices que no insista, que he salido.

Poema póstumo, publicado en el diario La Nación, 25 de octubre de 1938.

Se sabe: la decisión ya estaba tomada. La enfermedad había sido implacable y la ciencia humana ya nada podía hacer con ella, excepto alguna carnicería de las que se estilaban en la época. Alfonsina acude al mar, al infinito mar que todo lo comprende para acabar con tanto dolor; escribe su último poema, piensa seguramente en su hijo Alejandro y procede a cumplir su magna e irreparable determinación. Sola, enferma y dolorida nada tiene sentido ya, ¿qué otra cosa hacer que parar de una vez con el sufrimiento? 
Sin embargo, su poema final, su testamento (aunque toda la poesía es testamentaria, como dijo alguna vez Jorge Monteleone), no es, en apariencia, triste, ni da cuenta de su gravosa circunstancia personal. Por el contrario, el poema hasta rebosa ingenuidad, tiene ternura y apenas uno que otro toque fúnebre, muy velado. Me interesa dar cuenta de esos matices, que son los que hacen que me emocione tanto, al menos a mí. Pero tiendo a sospechar que a muchos otros también, pues cada vez que lo leía en mis talleres, un hilo de emoción corría incluso entre mis alumnos más duros y «negados» a la poesía. Creo que es justamente esa mezcla inefable de ingenuidad y temblor la que produce esa conmoción. 
El título le anuncia a una precisa destinaria («nodriza mía», suerte de madre sustituta, íntima amiga o dama de compañía) una acción que la poeta aún no ha llevado a cabo pero que sin duda la hará, como lo reafirma ese «voy a» y no un hipotético «iré a», por ejemplo. Como se dijo, la decisión estaba tomada y, claramente, el contexto nos autoriza a equiparar dormir y morir («perchance to dream», acotaría el Bardo). La primera estrofa ambienta la escena en que se desarrollará ese dormir-morir: los elementos de la naturaleza (flores, rocío, tierra, musgo) oficiarán de ajuar nocturno-mortuorio, pero nótese que los toques fúnebres son apenas perceptibles, como en «sábanas terrosas» o «musgos escardados». La segunda estrofa continúa ambientando y delimitando la escena, que ahora puede decirse que tendrá lugar en la infinitud del universo, en otro toque ligeramente fúnebre, que sin embargo nunca se despeña hacia la referencia cabal ni directa. Las constelaciones como lámparas votivas y el poder de la nodriza para «bajarla un poquito» dan uno de los primeros toques de ternura en medio de la negrura que evocan varios de los elementos citados (la tierra, el musgo, la noche implícita en el rocío). En la tercera estrofa, cambia rápidamente la situación: la poeta le pide ahora a su nodriza que la deje sola y casi como si fuera una canción de cuna menciona al «pie celeste» y al pájaro que canta («te traza unos compases») como si fuera la nodriza quien, en efecto, fuera a dormir, pero rápidamente se aclara la situación con la tremenda estrofa final: el pie celeste y el pájaro que traza compases son, en efecto, para que la nodriza no se olvide de ella, o mejor dicho, para que pueda sobreponerse al dolor de la pérdida (ella ya está del otro lado de ese dolor, ya ha tomado la determinación, ya sabe que no hay remedio) y viene entonces el encargo, el pedido que es la más absoluta y cabal muestra de la ingenuidad de la que hablaba antes y la que a mí siempre, pero siempre siempre siempre me parte al medio, me rompe sin piedad el alma y el corazón porque todos sabemos que él nunca va a llamar, que él ha dejado de llamar hace mucho, que no, que no insistirá, que ya hace años que no insiste y ese es, acaso, el mayor dolor de la poeta que, en su amor invencible, en su amorosa y porfiada ceguera, en ese último gesto de coquetería y seducción de hacerse negar, sigue creyendo que él la llamará, que él vendrá y que todo tendrá el merecido final feliz que todos deseamos. 
Me desarma, lo dicho. Seguramente, porque espero lo mismo y no lo dejaré de esperar jamás. ¿Cómo podría, además, vivir una poeta sin ilusión, por absurda e imposible que esta sea?

13 de mayo de 2021

Por qué me trajiste acá

Me fascina el mar. ¿Hay alguien en este mundo que pueda sustraerse a su hechizo? Ruego a Dios que no, porque sería una vida de lo más pobre, que ni todos los millones del mundo podrían compensar. Me fascina el mar desde siempre. Cuando era chica, veraneaba siempre en la playa, a veces un mes entero en Mar del Plata, siempre por la zona del faro (entiendo que de allí viene mi fascinación por los faros, claro), otras veces diez o quince días o los que se pudiera en Santa Teresita. Alguna vez en San Clemente, otra en Mar del Tuyú y, cuando ni siquiera era un reducto coqueto del chetaje, en Mar de las Pampas (estaba sólo La Pinocha, casa de té y chocolates, cuando fuimos). Luego estuve muchos años sin visitar ni el mar ni las playas, hasta que cuando tuve la oportunidad (mejor dicho, cuando me animé) de viajar sola por primera vez, el destino elegido fue, justamente, Santa Teresita. Hasta tuvimos casa allí, bautizada por mi abuelo como «Viky», por mi tía Victoria. La casa seguía en pie cuando fui en 2009. Otras cosas no, pero no importa. 
Y aunque luego la fascinación por la Patagonia copó prácticamente todos los espacios, siempre guardo un lugar especialísimo para el mar y tengo anotadas, en mi lista de deseos, todas las ciudades costeras patagónicas que quiero conocer algún día: Las Grutas, San Antonio Oeste, Comodoro Rivadavia, Rada Tilly, Camarones, Puerto Deseado, Puerto San Julián y tantas más. El año pasado, uno de mis solaces para aguantar el encierro pandémico fue mirar con devoción tres series de documentales, todas de tema marítimo: Naufragios en la Patagonia, Atlántico Sur y Faros, todas de canal Encuentro. Pocos momentos disfrutaba más que al ver esas maravillas, filmadas en recontramegahipersúper calidad y con unos planos-detalle alucinantes del fondo del mar. Como todo tiene que ver con todo, ya recordarán que mi primer libro (aunque técnicamente no sea tal) fue Moby Dick, en su versión condensada para niños de Kapelusz, como nunca me canso de aclarar. Ya desde ahí todo lo que tenga que ver con el mar tiene mi atención indivisa.
En esta nueva etapa de reclusión menos severa, me conformo mirando imágenes en Facebook, tanto de las bellezas patagónicas como de algunas páginas sobre barcos, como Amigos de la Fragata Libertad, de donde extraje la imagen que ilustra este posteo, porque ella, junto con la lectura (en tránsito) de 20.000 leguas de viaje submarino de Julio Verne más este vivo del Centro Cultural de la Ciencia que vi ayer me hicieron recalar, impensadamente, en el poema que quiero compartir hoy. 
Tan sencillo, tan desgarrador, tan tremendo. 


La secuencia fue así: como cada día me extasié con las imágenes que comparten los Amigos de la Fragata Libertad y esta en particular me pareció tan bella que quise compartirla de inmediato. Al verla con más detenimiento y recordar lo que había leído anoche sobre el fondo del mar en Verne, me dieron tantas ganas de hacerme a la mar que de inmediato recordé este poema de Rafael Alberti que copio a continuación: 


1

El mar. La mar.
El mar. ¡Sólo la mar!

¿Por qué me trajiste, padre,
a la ciudad?

¿Por qué me desenterraste
del mar?

En sueños, la marejada
me tira del corazón.
Se lo quisiera llevar.

Padre, ¿por qué me trajiste
acá?

Marinero en tierra, 1924.


Espero me perdonen estas apostillas que intentan explicar, vanamente, la perfección de este poema pero las juzgo necesarias en virtud del objetivo de este blog, que no es sólo compartir poemas y ya. Pretendo, con la vanidad de toda pretensión, que se entienda (hasta donde es posible entender en materia tan ardua, lo sé) cómo funciona la magia de la poesía. O que se atisbe algo al menos. Porque si uno lee desprevenidamente este poema puede pensar que no tiene nada de especial, que es una simpleza o que frente a otros poemas de Alberti incluso es menor. Sin embargo, yo creo que es central. Y es tan magnífica su factura que prescinde, prácticamente, de toda floritura, metáfora o adorno. Deja la voz de ese Alberti niño desnuda, completamente desnuda y real. 
Es necesario poner en contexto: Rafael Alberti nació en una ciudad portuaria, el puerto de Santa María, en Cádiz. Nada menos que Cádiz. El mar siempre estuvo allí pero, desde luego, la vida y las necesidades hicieron que la familia Alberti tuviera que abandonar el paraíso e ingresar en el infierno de la ciudad. Marinero en tierra es el primer poemario de Alberti y ya desde el título nos está anunciando cuál es su tragedia: es un marinero sin mar (¿habrá desgracia mayor?), es un marinero que debe vagar lejos del mar amado por necesidad, por trabajo, por lo que sea, pero lejos y pisando siempre tierra firme. 
Y no ha sido su deseo alejarse, como bien muestra este poema. Él era un marinerito que «iza al aire este lamento" (todo el poemario es un lamento) y por eso le pregunta al padre, a quien tomó la horrible decisión, por qué lo ha alejado del mar. Pero lo pregunta como preguntan los niños: frontalmente, sin vueltas ni retoricismos, como lo denuncia ese «acá» final que se clava en lo más hondo del alma y el corazón de quien escribe y de quien lee, cifra de toda la desolación humana que puede caber tras el destierro. Porque no hay nada más horrible que el destierro, como bien sabían los griegos, que, como siempre digo, ya inventaron todo. Nada es más cruel que ser separado de la tierra que uno ama y en la que nació, en este caso del mar y su embrujo, del mar y su infinita fascinación. 
¿Cómo no desgarrarse ante ese «acá» entonces?

P. D: Como bonus track, un parrafito de las tantas maravillas que leí anoche en Verne: «Entre los diversos arbustos, grandes como los árboles de zonas templadas, y bajo su sombra húmeda, se amontonaban verdaderos matorrales de flores vivas, setos de zoofitas, sobre los que se abrían meandrinas cebradas de tortuosos listados; carófilas amarillentas con tentáculos diáfanos, grandes masas de zontairos y, para completar la ilusión, los pescados-moscas volaban de rama en rama, como un enjambre de colibríes, mientras que amarillos lepisacantos, de mandíbula erizada y punzantes escamas, los dactilócteros y monocentros, se alzaban a nuestro paso, semejantes a una bandada de becadas...»

12 de mayo de 2021

Como un río que corre

Hoy no sabía bien para dónde rumbear aquí, cuando los recuerdos de Facebook sacaron de su caldero mágico esta nota que reproduzco, ya que gracias a Markitos Zucker, ya no se pueden hacer más notas en FB. Nunca comprenderé esas decisiones tan desacertadas. 

12 de mayo de 2016

Esos impensados dibujos de la literatura que tanto me gustan...
Resulta que como bibliotecaria y archivista del alma que soy, atesoro en mi compu artículos y reseñas críticas que he ido encontrando en la web sobre literatura argentina (entre otras muchas materias similares) a lo largo de los años y cada tanto me pongo a ordenarlos, lo que significa pasarlos a Word, nombrar los archivos comenzando por el apellido del autor, registrar los datos en una planillita y así (aclaré que soy bibliotecaria de alma, bien, sigamos). En eso me encontraba hoy a la tarde, cuando en una de esas notas guardadas quién sabe cuándo se mencionaba un poema de H. A. Murena, un escritor argentino que amo, sobre José Hernández, autor de nuestro insigne poema nacional, que justamente hoy terminé de dar en el taller... La nota sólo mencionaba el poema de Murena pero ni siquiera daba el título. Tiré algunos datos en Google pero no apareció nada. Recordé entonces que tengo el tomo Visiones de Babel, que recopila buena parte de la obra de Murena (compilado por G. Piro) y allí estaba este bellísimo poema, que comparto con todos los circunstantes:


RETRATO DEL POETA

Imagínenselo:
tenía más de un metro ochenta de estatura,
cuerpo de león,
pero en el medio del pecho
un signo trémulo y fatal
como el amor o el fuego.

Nació en Perdriel, en San Isidro,
bajo la leche infinita de la noche austral.
Atónita se detendría su alma
ante la llanura perfumada e inmensa,
los ríos frutales,
el tierno silencio del mundo.

Y de improviso los oiría romperse
bajo el galope mortal de la anarquía,
de la ardiente tierra
que le habían destinado: imagínenselo.

Comprendan, se educó en los campos,
en jóvenes ciudades, vería
las libres caballadas del alba
surgiendo de lagunas brumosas,
cubiertas del misterio
con que empieza la vida, habrá tocado
criaturas humilladas, pobres,
caídas, todo el dolor argentino
en su abierta llaga,
mientras en su centro puro
la poesía se alzaba
soñando las voces nuevas
para una belleza de rostro arrasado.

Peleó en Pavón, en la guerrilla litoral,
en Sauce, en Cepeda,
y en las noches absolutas del vivac
alumbraría el reino de hermanos
que un día, con el poder de quien entra
a casa de su enemigo
con una flor en la mano,
irrumpirá,
dispersará eternamente la tristeza,
el mal, la pena: comprendan.

Piensen que aún no se detuvo: dirigió
El Argentino, El Río de la Plata fundó
lo eligieron diputado, lo llamaron
senador y como un río que corre,
como el trigo que nace,
como un mar que golpea,
estuvo siempre de parte de los vencidos,
fue para ellos el ojo celeste,
el pan y el vino: piensen.

Pero imaginen sobre todo su boca,
moldeada para decir lo terrible,
su boca en la hora en que
bruscamente
el poema empezó a brotarle
igual que a un árbol las incesantes
hojas, pájaros, milagros, el peso
de la tierra ascendiendo así
hacia la luminosa cúpula del cielo.

Esa hora en que el amor
borraba sus rasgos, su íntima historia,
su cruz y su corona, su nombre mismo,
el José Hernández, esa hora de su nacimiento
y de su muerte, ese instante
en que no era nadie y era todos
en el canto: imagínenselo.

Imagínenselo ahora,
mercaderes, capitanes, políticos,
hombres eminentes y hombres oscuros,
almas enfermas de un tiempo
que perdió el futuro, imaginémoslo.

Su corazón late todavía
en el viento vivo de las tardes claras,
toquémoslo con el sentimiento y la mente:
será como si nos purificáramos.

H. A. Murena
El círculo de los paraísos, 1958.

11 de mayo de 2021

Fijar lo que huye

El propio CdP me vino a recordar que, de aquella biblioteca que mencioné en el posteo anterior, en realidad sí conservo un libro, aunque no logro recordar por qué medios me hice de él, si fueron lícitos o no, si quien tenía la biblioteca en custodia decidió regalármelo, si yo lo escondí adrede o si simplemente el libro quedó por algún lado y cuando me di cuenta ya era tarde para devolvérselo tanto a su custodio como a su dueño. El caso es que conservo un ejemplar de Memoria plural, un libro de entrevistas a escritores latinoamericanos, entre los que hay varios poetas (acaso por eso el libro hasta pudo haber decidido por sí mismo quedarse en mi hogar, alucino). Sea entonces esta la perfecta ocasión para compartir algunas reflexiones del gran y maravilloso poeta argentino Enrique Molina, de quien compartiré poemas más adelante.
Escuchemos ahora qué tiene para decir Molina sobre la poesía y la praxis poética:

¿En qué consiste esa inagotable actitud del espíritu, presente ya en lo más remoto de toda cultura? Para mí no es otra cosa que una empresa de descubrimiento esencial, es decir, una perpetua partida hacia un mundo desconocido o, mejor dicho, hacia lo desconocido del mundo que es, en suma, esa extraña realidad en la que estamos insertos, eso ajeno a nosotros mismos y que alcanzamos a través de los sentidos, lo que se ve y se toca y se huele y se oye y se saborea en cada latido, esos continentes siempre inéditos, siempre misteriosos, sobrenaturalmente adorables, que nos salen al encuentro para llenarnos de maravilla y de terror, como una interrogación sin fin de los seres y las cosas, prolongada de eco en eco, misterios repetidos y cotidianos, con la forma de una mosca o de un árbol, de la lluvia o la piedra, del pájaro o el sol. Concebida la poesía como un medio de conocimiento, que dilata, en cierto modo, los límites de la comunicación, del lenguaje para darnos un sentido de la existencia —el nuestro—, la obra del poeta, en su conjunto, establece un orden inédito del mundo. Un orden que nace de los valores, de las relaciones que se establecen entre su espíritu y las cosas, de lo que elige, de una manera u otra, como elementos capitales de su destino, mientras avanza a través de la vertiginosa y caótica diversidad del mundo.

En la obra de todo poeta —me atrevo a decir— el mundo reviste una coloración particular, inédita, surge de nuevo como el primer día de la creación. Así, cada poeta establece su reino propio, regido desde el fondo de su sangre por todos sus poderes conscientes e inconscientes. El poeta trabaja con pájaros, con astros, con la muerte y la memoria, con la pasión y la tierra, con todos los sentidos y todas las visiones. Es, entonces, fabulosamente rico. Pero su lucha, más que de conquista, es de limitación. Debe defenderse de esa riqueza que lo desborda en todas direcciones y que de no hacerlo acabaría por disolverlo en su avalancha. Tiene que escoger sus propios signos, sus propios colores, un punto de mira único, que lo distinga de todos y a su vez le permita contemplar las cosas desde su particular perspectiva. Se trata, así, de dar expresión a su experiencia humana, a su intuición de la existencia. En efecto, el hombre intenta penetrar en el misterio de la existencia y el mundo de dos maneras: por el intelecto, a través de la conciencia y la filosofía, y por la intuición poética, que se halla en la génesis de toda obra de arte. Por eso la creación del poeta, nacida de lo profundo de su experiencia vital, es siempre una cosmo-visión, una respuesta propia al infinito enigma de las cosas.

Así, la mayor ambición de mi aventura poética ha sido la de recrear, en la magia verbal, la sensación, la ardiente e instantánea categoría de lo sensorial. Palabras que no describan el calor, el reverbero de una piel, el olor de la noche, sino que en lo profundo del espíritu vuelvan a producir tales sensaciones, revivan nuevamente el latido que las registró. 

Tratat de fijar lo que huye configura mi poesía.

Memoria plural, 1986.

7 de mayo de 2021

¿Por qué algunos se empeñan en leer o escribir poesía?

Cierro la semana con estas reflexiones de Gianni Sicardi (¿qué, nunca lo leyeron? Les creo, es otro de nuestros secretos poéticos mejor guardados) que me robé del muro de don Eduardo Espósito hace unos días:
La poesía es inútil para vivir. De hecho casi toda la gente vive sin poesía. Y no la echa de menos. Porque la poesía no tiene que ver con lo útil, con el tener, con la personalidad, sino solo con el ser. Sin embargo, todos tenemos derecho a habitar nuestro ser esencial. ¿Por qué leemos poesía? ¿Por qué escribimos poesía? ¿Para qué? ¿Para entrar en nosotros mismos? ¿Para conocernos? ¿Para reconocernos? ¿Por qué algunos se empeñan en leer o escribir poesía? ¿Por qué algunos, aunque sean pocos, se empeñan en hacer un trabajo inútil, gratuito? Tan gratuito que no puede ser considerado un trabajo. Leemos y escribimos poesía para entrar en nuestro ser. Para hablarle. Para que nos hable. Para que nos cuente sus secretos.

5 de mayo de 2021

Se fue sin pagar

Me entero, por los avatares de Facebook, que hace unos días, más precisamente el 3 de mayo, falleció el poeta Eduardo Mazo. Seguramente no les suena, es probable que no lo conozcan ni lo hayan oído mencionar siquiera. No era muy conocido tampoco, puesto que se movió siempre por las suyas. Editaba sus propios libros y estuvo exiliado en Barcelona, pero en los últimos años había vuelto a nuestro país y posteaba regularmente algunas reflexiones en Facebook. Llegué a él de las extrañas formas en que se llega, siempre, a la poesía más diversa: el padre de mis hijos tenía en custodia la biblioteca de uno de sus primos, si no recuerdo mal, allá en su casa de La Tablada. Eran unos pocos libros pero muy variopintos. Uno de ellos era Autorizado a vivir, de Eduardo Mazo, un libro de epigramas, según anuncia la propia portada, del que luego transcribo varios. Cuando el padre de mis niñitos se mudó conmigo, en aquel aciago año 99, aquel libro vino a parar a mi casa también pero cuando se fue a su provincia natal (en el mismo aciago año) se lo llevó con él, desde luego. No correspondía que se quedase (ni él ni el libro). El caso es que un domingo, en el Parque Rivadavia, me crucé de nuevo con Autorizado... y lo compré sin dudar. Casi diez años después, en una de mis librerías favoritas de la calle Corrientes, di con su ¿continuación?, Prohibido morir. Y muchos años después, Facebook volvió a ponerme sobre la pista de Mazo. El mismo Facebook que ahora me cuenta que se ha ido, supongo que por la peste actual, no lo aclara. No sé si fue un gran poeta, pero sin duda merece este pequeño homenaje que aquí le rindo. Todos estos poemas habían sido copiados en el CdP original, dicho sea de paso. 


Lo malo de la muerte
es que, casi siempre,
nos encuentra viviendo.


Se desea todo lo que no se tiene
y se pierde
todo lo que se ha deseado.


Siempre giramos sobre el mismo tema: 
la muerte.
Tremendo susto nos llevaríamos si después
de tantas poesías,
resulta que no existe.


Me hubiera gustado nacer el 37 de agosto
para dejar estupefactas a las muchachas
que me preguntan de qué signo soy
en el preciso momento
que les voy a dar el primer beso.


Cuando acaba el programa diario
de televisión
hay ya que irse a la cama,
porque realmente,
ya no hay nada que hacer.


¡Y a mí qué carajo me importa
que los bancos reduzcan punto y medio
sus tasas de interés!


Jesús, Mahoma, Moisés, Buda...
y ahora ese hombre
que me mira fijamente desde la parada del autobús.


Un día no habrá pobres ni explotados, 
ni altos índices de mortalidad infantil, 
ni intereses bancarios.
Los poetas nos las veremos negras
con tanta felicidad.


Cuando el amarillo macilento de las palabras
y el seráfico gesto se aletargue en el tiempo,
grabaré
—sobre el fémur de mi esqueleto—
tu nombre, 
para que los gusanos se enteren
que se han comido a un poeta enamorado.


Quiero este epitafio para mi tumba:
«Se fue sin pagar».


Hay domingos
que no se sobrellevan.


¡Nunca seré ajeno a mí!


Las feministas están equivocadas en sus críticas.
Veamos, por ejemplo:
la vida,
la suerte,
la felicidad, 
la poesía,
la muerte,
la rosa, 
la ley,
etc.
Casi todo es femenino.
A nosotros los hombres,
sólo nos quedan
el poder
y el arbitrio.


Es tarde,
menos
para todo.


Seré claro: 
¡estoy harto de esforzarme
en no pensar en ti!


¡Ah!
Me olvidaba: 
te invito a mi autopsia.

Autorizado a vivir, 1981.


3 de mayo de 2021

Atención atención yo gritaba atención

Así como hay poetas de los que soy devota (ya se han vislumbrado unos cuantos por aquí), hay otros poetas de los que no lo soy, por diversos motivos. Muchas veces, como en el caso de hoy, son grandes poetas, poetas incluso muy admirados por todos (público y otros poetas), pero su resonancia en mí no llega a los niveles de gozo y resplandor de aquellos de los que sí soy dedicada vestal. En algunos casos es entendible (he explicado aquí, por ejemplo, por qué deploro la figura poética de Mario Benedetti y no soporto su edulcorada poética), en otros tal vez no tanto, como en el caso que me trajo hasta estas orillas hoy. Es cierto que a Gelman no lo he leído a fondo pero lo leí bastante; es cierto que algunos poemas me parecen muy buenos, incluso buenérrimos, incluso, como el que traigo, uno de los mejores de la poesía en lengua castellana, pero así y todo algo siempre termina por dejarme indiferente o por no decirme todo lo que al parecer les dice a otros. Y está bien, es imposible resonar en la misma frecuencia con todos a la vez. Pero ya que hoy se cumple un aniversario de su nacimiento aprovecho para compartir este poema que, tarde o temprano, lo iba a compartir de todos modos, pues lo considero, insisto, de los mejores que se han escrito en nuestra lengua. 
Y también aprovecho para contar que gracias a este poema nació una preciosa consigna de taller literario que siempre rindió excelentes frutos: tras leer el poema y hacer los análisis pertinentes, les pedía a mis alumnos que escribieran un poema reemplazando la palabra «mujer» en el primer verso por alguna otra de su interés o predilección y continuaran desenrendando ese ovillo a ver qué salía. Salían siempre hermosos poemas porque la potencia de esa comparación es tan terrible que sólo se puede ir a lugares de densa profundidad a partir de allí. Y también los invitaba, antes de escribir, a hacerse algunas preguntas, que aquí transcribo para quien quiera ir un poco más allá y hácerselas también. Si la poesía no nos llena de preguntas, después del asombro de habernos asomado a su mundo, algo no estaría funcionando bien...

quise invitarlos [a mis alumnos] a dejar volar la imaginación en alas de la poesía, instándolos a que se preguntaran cosas como ¿y cómo será una mujer que se parece a la palabra nunca? ¿qué características tendrá? ¿por qué Gelman dice atención atención yo gritaba atención? ¿no es cierto que cuando uno ama y es amado caen a pedazos la furia y la tristeza y que cuando no es correspondido es como estar muerto en vida? ¿y a qué les recuerda esto? ¿no se parece a la letra de un tango, sólo que en vez de decir «percanta que me amuraste...» dice «esa mujer...»? y así por el estilo.

Con ustedes, Juan Gelman y su «Gotán»: 

GOTÁN

Esa mujer se parecía a la palabra nunca,
desde la nuca le subía un encanto particular,
una especie de olvido donde guardar los ojos,
esa mujer se me instalaba en el costado izquierdo. 

Atención atención yo gritaba atención
pero ella invadía como el amor, como la noche,
las últimas señales que hice para el otoño
se acostaron tranquilas bajo el oleaje de sus manos. 

Dentro de mí estallaron ruidos secos,
caían a pedazos la furia, la tristeza,
la señora llovía dulcemente
sobre mis huesos parados en la soledad. 

Cuando se fue yo tiritaba como un condenado,
con un cuchillo brusco me maté
voy a pasar toda la muerte tendido con su nombre,
él moverá mi boca por la última vez.

Gotán, 1962.

30 de abril de 2021

Alejandra Alejandra

Ayer podría/debería haber escrito sobre Pizarnik y me abstuve. Digo «podría» porque ha sido y sigue siendo una de mis máximas influencias poéticas y digo «debería» porque ayer se cumplió un nuevo aniversario de su nacimiento y hubo recuerdos, posteos, notas, panegíricos y jaculatorias de toda clase en las redes a propósito de ello. Me abstuve por eso, justamente, entre otras razones. No quería echar más leña a ese fuego idolátrico que arde desde el momento mismo en que se suicidó y que obnubila a muchos con su espeso humo narcotizante. Porque Alejandra es un narcótico, antes que cualquier otra cosa. Es imposible leerla y no sucumbir a su narcolepsia, es muy díficil no dejarse encantar, hay que estar muy templado para huir de sus cantos sirenaicos, que es justamente lo que no ocurre cuando uno la lee por primera vez, generalmente en la adolescencia, cuando más permeable y esponjosa está el alma. Durante muchos años estuve presa de esa narcosis de la cita perfectamente disimulada, de la brevedad rayana en el abismo, de los ingeniosos juegos de palabras y, oh, diablos, de la grandísima oscuridad. La poesía del hoyo, como la llamábamos con un queridísimo amigo. El regodeo en el mal. La doleur exquise. Hundir el cuchillo siempre más allá de la carne y revolver hasta descarnar, hasta encontrar el hueso, hasta drenar las médulas, hasta volver cenizas todo. 
¿Cómo sustraerse de algo semejante cuando se es un adolescente atolondrado e indocumentado, tratando de encontrar su lugar en el mundo? ¿Cómo no volverse fanático si Alejandra representa lo mismo que la tríada de los veintisiete en el rock (Jim Morrison, Janis Joplin, Jimi Hendrix)? ¿Cómo no rendirle pleitesía si en su infinita brevedad nos decía más que todas las palabras de este mundo juntas? Y luego, aunque los años pasaran y otros poetas vinieran a decirnos que había otros modos de hacer poesía y hasta que no era nuestro destino suicidarnos si deseábamos escribir poesía tal como parecía mandar la tradición de los poetas y los rockeros malditos citados, la estela de su incienso envenenado seguía presente, impregnada en nuestras fosas nasales, recordada y celebrada cada vez que se la leía y se reafirmaba esa idea y esa sensación de impotencia al pensar «Dios mío, nunca voy a escribir así», suponiéndole al «así» todas las cualidades imaginables, todas ausentes, por supuesto, de nuestra pobre praxis poética. Por eso digo que me costó muchos años desprenderme, un poco, de su idolatría y por eso ayer preferí guardar silencio y compartir algún verso perdido en la marea de Facebook como un modo de decir «presente» y nada más. Su pregnancia es tan excesiva (o mejor dicho, la pregnancia del personaje, del mito) como lo fue la de Rubén Darío en su tiempo (ya hablaré también de Darío, cómo no hablar de Darío). Pero hoy, al leer una reflexión de la poeta y crítica Anahí Mallol, que luego transcribo, decidí que era un buen momento para expresar estas y algunas otras palabras sobre una influencia tan determinante no sólo en mi poesía sino también en mi vida. 
Alejandra estuvo conmigo desde el vamos: recuerdo que en una de las primeras antologías de poesía que compré cuando en lugar de ir al colegio me rateaba y me iba a vagabundear por las calles de Quilmes (shhh), estaban sus poemas y me deslumbraron al instante, por supuesto. Amor a primera vista, amor a primera leída. Y luego, mientras la seguía leyendo y la iba conociendo y adentrándome en el personaje y en el mito la idolatría campeaba a sus anchas y siempre me parecía que nunca jamás de los jamases ninguna otra poeta me iba a gustar tanto como ella pero... ah, mis amigos, gracias a Dios luego conocí a Olga Orozco y luego a Amelia Biagioni y entonces comprendí que podía haber poetas que incluso me gustaran más y que, vaya paradoja, eran las mismas que ella idolatraba. Me conmovió hasta lo indecible leer la carta que le dirigió a Biagioni, por ejemplo, luego de leer su estupendo poemario El humo. Una vez más se me hizo patente aquello que decía Eliot acerca de la comunión espiritual que une a los poetas de todo tiempo y lugar. Luego conocí a Carmen Bruna (ya hablaré de ella también), a Liliana Lukin, a Leonor García Hernando y entendí que había más, muchísimo más de lo que la idolatriosis me permitía sospechar. Está muy bien tener ídolos y adorarlos, más cuando se es tan joven y vulnerable, pero llega un momento en que hay que dejarlos ir y abrazar otros amores, otras causas, otras formas de la infinita e inefable poesía. Porque su maravilla es tal que nos muestra que siempre hay, aunque digan que no, un más allá. 



La reflexión de Anahí Mallol: 

ayer leí algunas notas sobre Pizarnik. conclusiones (salvo honrosas excepciones, como la del amigo Gigena):
1. no hubiera cumplido 85. Pizarnik es siempre joven. encarna la fuerza de lo joven.
2. si escribís, y escribís bien, no te suicides, porque te vas a convertir en un cliché.
3. el personaje Pizarnik logró que su obra fuera conocida por mucha gente.
4. el personaje Pizarnik impide (en muchos casos) que se la lea más allá del personaje.

Le puse, desde luego, un evidente «me encanta» y no sólo un like porque da en el clavo en todos los puntos. 
Cierro con uno de mis poemas favoritos (de los primerísimos que leí) y los invito a que, si pueden, la lean más allá, mucho más allá, del personaje y del cegador mito. 

13

explicar con palabras de este mundo
que partió de mí un barco llevándome

Árbol de Diana, 1962.

P. D.: Además, comparto con ella estas tres coincidencias: 1) Nací en Avellaneda; 2) Ella nació el mismo día que mi madre y 3) Tenemos las mismas iniciales (salvo que se invoque el Flora, claro).

28 de abril de 2021

Huesitos ganglios médulas

Venía pensando en otra cosa para compartir hoy pero la dejaré para mañana, habida cuenta de que hoy se cumple un nuevo aniversario de la desaparición física de la poeta uruguaya Idea Vilariño. El 28 de abril de 2009 nos dejó pero no sin antes haber escrito y publicado algunos de los poemas más maravillosos, lacerantes y descarnados de la poesía en lengua castellana. No tengo término medio con Idea: la idolatro profundamente desde la primera vez que la leí hace por lo menos treinta años en una antología de poesía hispanoamericana editada por el CEAL (¡cuándo no!). Cuando leí esa irrepetible maravilla de "Ya no", que no postearé porque lamentablemente ya se ha transformado en un lugar común y demasiado transitado de su poética, quedé completamente absorta, enloquecida y abismada con su poesía y así me mantengo. Con los años la fui encontrando en otras antologías, luego en la internés y finalmente hace ya unos años me auto-regalé su Poesía completa, como debe ser. Leerla de un tirón fue una de esas experiencias tan traumáticas como fructíferas, porque así es su decir poético: arrasa, aniquila, llega al hueso y no contenta con haber abierto calientes cauces para las médulas que todavía gloriamente arden sigue horadando más y más, hasta llevar todo al extremo, al límite de lo tolerable. Y su forma de lograr eso es el espartano laconismo de sus versos, la aparente simplicidad de formas y palabras, pero esa simplicidad es más mortal que un estilete y sólo un inmenso dolor es capaz de brindarle ese cauterio vuelto palabras a alguien. Por si fuera poco, me identifico tanto con su historia de amor/desamor con Onetti que ya todo adquiere ribetes de escándalo entre Idea y yo. Se la ama o se la deja pasar indiferente a su magia y su noctámbulo hechizo. Yo estoy hechizada desde la primera vez que leí aquel tremendo "Ya no". Ojalá ustedes también se hechicen ahora.



ESTO

Esto que va que viene
que llevamos traemos
de un lado a otro
huesitos ganglios médulas
la voz el tacto dulce
el cristalino
el pubis
esto que cada noche
guardamos
frágil cosa
todo esto
qué es esto
sangre
aliento
piel
nada.


LOS ADIOSES

Morirse
no morirse
y estarse triste repartiendo adioses
moviendo
adiós
apenas
el pobre corazón como un pañuelo.


DÓNDE

Dónde el sueño cumplido
y dónde el loco amor
que todos
o que algunos
siempre
tras la serena máscara
pedimos de rodillas.


Idea Vilariño
Poesía completa, 2012.

27 de abril de 2021

Charlas de café

Observo complacida que ya en el 2001 había leído este libro y volcado unos cuantos fragmentos en el CdP, bajo el epígrafe «Una curiosidad, una más, una de tantas», porque otra de las funciones o metas del cuaderno era la de reunir curiosidades, delikatessens, rarities. Y entonces suponía, con buen tino, que las Charlas de café de don Santiago Ramón y Cajal lo eran. Y lo son. Sobre todo porque su autor fue el pionero, por así decirlo, de las neurociencias, o, mejor dicho, de la neuroanatomía. Con medios muy rudimentarios como los microscopios de principios del siglo XX, Ramón y Cajal se entregó al estudio, la observación y el discernimiento de lo que ocurría en el tejido neuronal. Y llevó esa observación a punto tal que logró dibujar y bosquejar esas intrincadas mareas dendríticas, como puede verse en el enlace que dejo bajo su nombre. También publicó numerosos libros sobre la cuestión, así como artículos, algunos de los cuales tenemos la dicha de resguardar y ofrecer en el repositorio, publicados en una de las primeras revistas científicas universitarias de nuestro país, como este o este. Pero como todo gran científico, Ramón y Cajal también era un gran artista, un fínisimo observador de todo lo que lo circundaba y acontecía y por eso fue capaz de hacer aseveraciones como las siguientes: 

En los ingenios, como en las higueras, el primer fruto es la breva, que suele ser insípida, aparatosa y grande; esperemos, para emitir juicio, el brote de los higos. 

Gran deleite procura la lectura de los buenos autores; pero, en compensación, nos acarrean muchas desilusiones. Porque en esas páginas, febrilmente devoradas, solemos sorprender ¡quién lo dijera! los pensamientos más íntimamente nuestros. A menudo, después de acabar una lectura atrayente, pensamos, con amargura y desaliento, ¡nos han plagiado!

Como la espada de buen temple, la obra literaria debe forjarse en caliente, limarse en frío y probarse en duro; es decir, en el blanco de la oposición y de la controversia.

Gustan mucho las frivolidades amenas y los juegos de ingenio; sin embargo, sólo interesan y perduran positivamente las obras que se escribieron con sangre y entre las angustias del dolor.

Un libro antiguo sincero, aunque mediocremente escrito, posee siempre valor histórico inestimable. Nos da a conocer el sentir y pensar de la Humanidad fenecida, maestra y rectora de la actual y nos enseña la turbadora verdad de que el hombre ha sido siempre el mismo.

«El estilo es el hombre», decía, según es harto sabido, el gran Buffon. Menos conciso, pero más exacto, fuera expresar que el estilo es casi siempre una transacción entre el hombre y su careta, entre lo que realmente es y lo que le obliga a ser la fascinación irresistible de la escuela literaria dominante. Ni hay que olvidar el efecto decisivo de la cultura y de la experiencia del mundo.

Ocurre con los adjetivos lo que con los billetes de Banco: se deprecian de día en día.

La obra genial es comparable a un germen dotado de vida autonóma, nutrido por la admiración y la crítica comprensivas, y productor de infinitos retoños, luego de alcanzar pleno desarrollo.

Quimérico parece, como ya expresó el viejo Horacio, pretender agradar a todos. Habría que escribir un libro para cada lector, y hasta para cada época de la evolución mental de éste. Como el proyectil, cada obra sólo puede herir de lleno un corazón.

Encerrarnos, por exquisitos y refinados, en la consabida torre de marfil, puede conducirnos a la lúgubre soledad de la torre del silencio.

Charlas de café, 1920.

P. S.: A pesar de ya tener una edición de las Charlas de café, viejita, amarillenta y entrañable de la colección Austral de Espasa-Calpe, este año tuve la posibilidad de adquirir la reedición del Fondo de Cultura Económica (que ilustra este posteo) y que recomiendo vivamente a quien pueda que lo haga. Allí, en su introducción, Francisco Fuster afirma: «Y es que, si algo molestaba profundamente a Ramón y Cajal, que además de una eminencia de la medicina fue, por encima de todo, un sabio humanista y un intelectual comprometido cuya sed de conocimiento nunca se limitó al ámbito estricto de su especialidad, era esa actitud inquisitiva y envidiosa de quienes pensaban que la literatura era un coto vedado cuyo acceso sólo estaba permitido a unos pocos. Para él, la vocación del investigador que entrega su vida a la ciencia era perfectamente compatible con la pasión del erudito que todo lo quiere leer y con la curiosidad del hombre que gusta de pasear por la ciudad y de charlar con los amigos en la tertulia del café, allí donde todo es opinable y no existe más autoridad que la que se impone a través de la amena y respetuosa discusión entre iguales». 
P. S. bis: El mundo visto a los ochenta años es otra de estas delikatenssens de Ramón y Cajal que recomiendo vivamente.

23 de abril de 2021

Escucho con mis ojos a los muertos

Día del Libro. Ya dije en otro lugar que no soy muy adepta al «día de...» pero en algunas ocasiones estos supuestos días de resultan una excelente excusa para hablar sobre algunas cuestiones. Ya he hablado también de mi bibliomanía (en el posteo ya citado y en otros). Ya he hablado, incluso, de mi primer libro, en el sentido de mi primer libro leído y degustado con fascinación inagotable. Ya he, incluso, como verán si se dirigen al primer posteo citado, puesto este mismo poema en circulación, pero qué importa. Es otro de mis padres nutricios y su poesía debería leerse en todo tiempo y lugar, sin tasa alguna. No obstante, antes de compartirlo me gustaría agregar que así como no concibo la vida sin música (lo cual constituiría un error, como ya dijo —o dicen que dijo— Nietzsche), tampoco la concibo sin libros, esa extensión de nuestro «celebro», como dijera Borges (y Cervantes). Es por eso que incluso al día de hoy la tecnología del libro es insuperable y no hay lugar para las diatribas acerca de su pregonada desaparición que todavía nos encendían hace algunos años. Que se publica una cantidad infernal de bazofia es indiscutible. Que probablemente el 70 u 80 % de lo que se publica no debería publicarse, por numerosas razones, también. Que hay pillos, pillastres y toda clase de bandidos en el mundo editorial, también. Pero que así y todo los libros siguen siendo el mejor refugio cuando la realidad nos obsede (y cuando no también) y que no hay vehículo mejor ni más adaptable para el saber es indudable. 
Y ahora vayamos al poema que ya compartí hace 11 años y que vuelvo a compartir, pero esta vez con un poco de análisis, si gustan acompañarme: 

DESDE LA TORRE

Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos.

Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.

Las grandes almas, que la muerte ausenta,
de injurias de los años vengadoras,
libra, ¡oh gran don Joseph!, docta la emprenta.

En fuga irrevocable huye la hora;
pero aquélla el mejor cálculo cuenta
que en la lección y estudios nos mejora.

Parnaso español, 1648.

Estamos frente a un poema conceptista. Barroco y conceptista, para más datos, aunque no de los más intrincados y opacos, dado que es un poema celebratorio, suerte de ofrenda. Es, además, un soneto, la forma poética preferida del Barroco, si bien no la única. Los conceptistas, entre quienes Quevedo es uno de sus máximos exponentes, sino el máximo, procuraban decir mucho con muy poco y apelaban, ante todo, a la ingeniosidad en los conceptos y en sus vinculaciones. Prueba de ello son los versos sinestésicos de las primeras dos estrofas, en los que constantemente unos sentidos se trocan con otros y así el poeta nos dice que «escucha con los ojos» (es decir, lee) a los muertos o bien que «vive en conversación» (otra forma de apelar a la lectura) también con los que ya se han ido (pero cuyas obras quedan sólidamente guardadas en esos artefactos llamados «libros»). Como siempre en el Barroco, además, aparece la obligada referencia a la fugacidad del tiempo y de la vida («en fuga irrevocable huye la hora»), pero como bien sabemos ningún tiempo es perdido ni huye a sitio alguno si lo pasamos con un libro. Ese señor Joseph allí mencionado era, como se supo luego con el correr de las centurias, algo así como el editor de Quevedo y es a quien el poema le está dedicado, ya que el poeta se hallaba recluido en la Torre de Juan Abad, de allí entonces su título. Este poema me encanta y representa tanto porque siempre sentí que era eso lo que ocurría al leer: uno se retira de este mundo y todas sus maquinaciones para ir a conversar con los que ya no están o los que fueron ciertos muchísimo antes que nosotros y su conversación siempre es fecundante, plena, fabulosa. Los libros nunca defraudan, acompañan, protegen, alumbran, iluminan, dulcifican, enseñan y por si todo esto fuera poco nos dan nuestras verdaderas alas. 

22 de abril de 2021

Siempre otoño

Hora de volver a esta burbuja coronacoso-free luego de algunos días lejos, por diversos motivos. 
Otro de los grandes tópicos de la poesía (ya me he referido al tópico «gatos») es el otoño. Curiosamente, al menos en mi percepción, son más y más hermosos los poemas dedicados al otoño que a la primavera, siendo que ésta es, como todos sabemos, la estación de las flores, los pájaros y el verde renaciente. El otoño fue, también (como pasó con los amados gatos), el tema de uno de los números especiales de La Granda Milito, aquel boletín literario electrónico que tantas felicidades nos deparó a sus editores en los inicios de este siglo. Allí nos dimos cuenta de la cantidad inmarcesible de poemas (y los más variados textos) que hacían referencia al otoño y, por mi parte, siempre con mi alma de antóloga ingobernable, seguí juntando poemas sobre el otoño incluso muchos años después de haber publicado el último número de LGM. Algún día armaré esas antologías poéticas con las que siempre sueño (y para las que voy guardando esos poemas). 


Mientras tanto, uno de esos poemas con los que me crucé a la vuelta de los años, de una poeta nicaragüense, muy amiga de Cortázar (razón suficiente para aunque más no sea pispearla) que, una vez más, apela a la más rotunda sencillez para decir lo suyo y se deja de vacuidades y zarandajas inanes. Seamos más como Claribel y menos como Nico Andreoli y otros esperpentos calcinados y escupidos por la repugnante posmodernidad.

OTOÑO

Has entrado al otoño
me dijiste
y me sentí temblar
hoja encendida
que se aferra a su tallo
que se obstina
que es párpado amarillo
y luz de vela
danza de vida
y muerte
claridad suspendida
en el eterno instante
del presente.

Claribel Alegría

19 de abril de 2021

Como los hijos de la mar

Hay poetas que se nos quedan incrustados para siempre. No sólo por sus poemas o su particular manera de decir sino también por sus vidas y hasta por sus figuras. Ese es el caso, para mí, del poeta que les traigo hoy. Descuento que no es un desconocido para nadie, pero como el público se renueva y no confío demasiado en que a las jóvenes generaciones se les sigan enseñando los clásicos (porque él ya es un clásico del siglo XX sin dudas), mejor presentarlo como es debido. 
Señoras y señores, con ustedes, Antonio Machado. No escucho bien esos aplausos, a ver, más fuerte. 
Ahora sí. Machado, junto con Juan Ramón Jiménez, su hermano Manuel Machado y otros poetas e intelectuales españoles conformaron la llamada generación del 98, anterior, desde luego, a la ya mentada en este blog del 27. Ambas generaciones resultan indisolubles, en verdad, porque ambas se verán envueltas en la tragedia de la guerra civil española y deberán tomar partido por uno u otro bando, pero a la sazón es bueno establecer algunas diferencias entre ellas. Si la generación del 27 significó una ruptura y se ubicó a la vanguardia (especialmente con García Lorca), la generación del 98 viene a representar cierto clasicismo, bajo el notorio influjo del modernismo. Ya hablaré de modernismo, el primer movimiento literario puramente latinoamericano que influyó sobre España y no al revés, como solía ocurrir hasta entonces. El modernismo, cuyo padre seminal y celestial es Rubén Darío, el responsable, en mi opinión, de que la poesía en lengua castellana diera el salto definitivo hacia su independencia y esplendor, por decirlo de algún modo. Pero lo que realmente distingue a la generación del 98 es la profunda crisis espiritual por la que pasaba España precisamente en 1898 con la pérdida de sus posesiones en Cuba y el fin del imperio. Todo un mundo se había desmoronado y, por si fuera poco, un alemán loco andaba por ahí chillando que Dios había muerto. El impacto que esto y otras circunstancias (como la pronosticada «fin del mundo») tuvo sobre los hombres de esa generación es, en ocasiones, todavía inenarrable. A caballo entre dos épocas (que no terminaban de morir ni de nacer, un poco como nos toca a nosotros ahora), aquellos hombres hicieron lo que pudieron con ese escándalo trágico material y espiritual que les tocó vivir. 


Machado apeló a la sencillez, al tono bajo, a la confidencia, a todo lo que se alejara de la rimbombancia y el esperpento, a diferencia de su contemporáneo Ramón del Valle-Inclán, por ejemplo. Por eso su poesía permanece, perdura y no tiene rival, porque no necesita de artilugios ni de estrépitos para fulgurar. El poema que aquí traigo, uno de mis favoritos, bien podría ser tomado, además, como un arte poética digno de imitar.

RETRATO

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierras de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.

Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido
—ya conocéis mi torpe aliño indumentario—,
más recibí la flecha que me asignó Cupido,
y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.

Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.

Adoro la hermosura, y en la moderna estética
corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;
mas no amo los afeites de la actual cosmética,
ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.

Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.

¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera
mi verso, como deja el capitán su espada:
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador preciada.

Converso con el hombre que siempre va conmigo
—quien habla solo espera hablar a Dios un día—;
mi soliloquio es plática con ese buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.

Y al cabo, nada os debo; me debéis cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.

Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.

Campos de Castilla, 1917.

15 de abril de 2021

El estaño del estruendo

Días pasados en este mismo rinconcito virtual afirmé que en cada provincia de nuestro país hay poetas notables (notabilísimos, algunos) que el porteñocentrismo de nuestra cultura y del mundillo literario se obstina en ignorar con furor digno de mejor causa. Dije también que iba a intentar demostrarlo en este espacio virtual y hoy se me presenta una oportunidad. Había arrancado con Juan L. Ortiz, lengua viva del Paraná, y hoy traigo, gracias a un posteo de Sofía Cerviño en Facebook, a Juan Manuel Inchauspe, poeta santafesino. 

Conocí a Inchauspe gracias a una clínica de poesía que dio Ricardo H. Herrera allá por el 2004 aproximadamente. Fueron cuatro clases intensas en la Casa de la Poesía de Buenos Aires: desconozco si ese espacio tan hermoso sigue existiendo (temo que la piqueta del progreso/sismo lo haya derribado o convertido en sabe Dios qué). Era la casa de Evaristo Carriego, de ahí que se llamara, con total justicia, la Casa de la Poesía. En pleno barrio de Palermo (Palermo Viejo, no Soho ni snobeadas por el estilo), era una casa estilo chorizo en la que funcionaba el centro cultural y la más exquisita biblioteca de poesía argentina que yo recuerde. Insisto en que no sé cuál fue su suerte, creo que tampoco quiero saber. Mejor guardo aquel bello recuerdo, y el recuerdo de esas cuatro intensas clases en las que Herrera nos regaló poetas de la talla de Inchauspe, que todos desconocíamos con prolijidad absoluta, y nos insistió hasta el hartazgo con la necesidad de volver al clasicismo, de aprender a escribir versos con medida, de aprender a distinguir un endecasílabo de un alejandrino y, sobre todo, de saber encontrar la música perdida en el mal llamado «verso libre» (que de libre no tiene nada). Nos aleccionó también sobre la importancia de la simpleza, de evitar los rebusques, las ñoñerías, la retórica vacía, la lúgubre llorosidad que nunca llegará a las cumbres pizarnikianas por mucho que se insista (esto seguramente iba a dirigido a mí) y todo lo que, justamente, Inchauspe no hacía. Su poesía es dura, afilada como una navaja toledana, de bordes y aristas como de diamante y tiene un fulgor similar. Sus poemas, esas notas rápidas que iba dejando por ahí, son como ráfagas que pasan y nos dejan perplejos y despeinados, preguntándonos qué pasó, qué me acaba de decir este señor que murió en la indigencia siendo todavía muy joven y que, al parecer, se dejó morir de amor, como no podía ser de otra manera. 


IMAGEN DEL CARACOL 

I
«Estar un poco con uno mismo» 
dijiste.

Sí, alejados del estruendo y las
inútiles utilidades
de cada día.
Sustraídos, por un momento
secreto y luminoso
a ese orden que siempre toma mas de lo que da.

II
«Estar un poco con uno mismo» —dijiste.
Sí, lo sé, sustraídos a ese orden
que siempre toma más de lo que da
alejados por el estaño del estruendo
y las utilidades del día
a los momentos secretos luminosos.
A veces es necesario
un movimiento de repliegue
para ocupar
un lugar que siempre está vacío y descuidado.

Trabajo nocturno, 2010.

14 de abril de 2021

Resiste mucho, obedece poco

Walt Whitman, el poeta torrencial, también podía ser brevísimo, conciso y certero cuando lo deseaba, como en este poema premonitorio (toda la poesía es premonición, por eso nos conmueve tanto): 

A LOS ESTADOS

A los Estados, o a cualquiera de entre ellos, o a una ciudad cualquiera
de los estados, le digo: resiste mucho, obedece poco.
Una vez admitida la obediencia sin protesta, es la servidumbre total.
Una vez esclavizada totalmente, ninguna nación, Estado o Ciudad
de la tierra volverá a reconquistar su libertad.

Hojas de hierba, 1885.

13 de abril de 2021

Regresa (a Ithaka)

Como siempre, una cosa lleva a la otra. Hoy tampoco sabía muy bien sobre qué discurrir aquí y la asociación ilícita de pensamientos se dio más o menos así: «ayer fue lo mítico con Castillo... mitos... Grecia... ¡ya sé, Kavafis!» (en esos puntos suspensivos se resumen millones de sinapsis simultáneas e imperceptibles, quiero creer). Kavafis (o Cavafis y hasta Cavafy) es una de las tantas maravillas que nos regaló el siglo XX en cuestión de poesía. No lo he leído tanto como desearía a pesar de que, a diferencia de otros momentos, ya cuento con un par de libros suyos y una biografía muy reveladora que encontré, de pura casualidad, mientras estaba de vacaciones en Villa Carlos Paz (los hallazgos vacacionales son siempre así, espectaculares, increíbles y a precios irrisorios). Tendría que ponerme a leerlo con seriedad. ¡Pero hay tantos poetas a los que quisiera ponerme a leer con seriedad! ¡Y no sólo poetas, vive Dios! ¡Tantos asuntos requieren mi atención, a pesar de la pandecosa, del coronacuco, del sinsentido que nos atraviesa de parte a parte cada día! Y por supuesto que reconozco y agradezco como la bendición que es que tantos asuntos variopintos requieran mi atención, incluso en medio de este caos. Estoy pronta a decir que son de las pocas cosas que me están manteniendo en eje en este año. Patagonia siempre como Norte absoluto, los libros, mis lechónidas, este reflotado blog (bendito sea el momento en que se me ocurrió que sería una buena idea regresarlo desde donde fuera que estuviera), el tostón nostálgico y erótico que escribo cada noche recordando la bella figura y todos los amados padecimientos con el Depredador, y la aplicación en mi labor diaria son los obenques a los que me aferro cual Ismael naufragando con el Pequod en esta tormenta actual. Entonces, decía que a Kavafis no lo he leído tanto como quisiera, pero lo poco que he leído me alcanza para recomendarlo a viva voz en este y en todos los sitios (hablando de viva voz, si quieren escuchar «Ítaca» recitado en inglés por nada menos que Sean Connery, hagan clic acá)

REGRESA

Regresa con frecuencia y tómame,
amada sensación: regresa y tómame.
Cuando despierte el recuerdo en mi cuerpo,
y el antiguo deseo me recorra la sangre,
cuando los labios y la piel recuerden
y sienta aquellas manos que aún me tocan,
regresa con frecuencia, y tómame en la noche
cuando los labios y la piel recuerden.


ÍTACA

Si vas a emprender el viaje hacia Itaca
pide que tu camino sea largo,
rico en experiencia, en conocimiento.
A Lestrigones y a Cíclopes,
o al airado Poseidón nunca temas,
no hallarás tales seres en tu ruta
si alto es tu pensamiento y limpia
la emoción de tu espíritu y tu cuerpo.
A Lestrigones ni a Cíclopes,
ni al fiero Poseidón hallarás nunca,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no es tu alma quien ante ti los pone.

Pide que tu camino sea largo.
Que numerosas sean las mañanas de verano
en que con placer, felizmente
arribes a bahías nunca vistas;
detente en loa emporios de Fenicia
y adquiere hermosas mercancías,
madreperlas y coral, y ámbar y ébano,
perfúmenes deliciosos y diversos,
cuanto puedas invierte en voluptuosos y delicados perfumes;
visita muchas ciudades de Egipto
y con avidez aprende de sus sabios.

Ten siempre a Itaca en la memoria.
Llegar allí es tu meta.
Mas no apresures el viaje.
Mejor que se extienda largos años;
y en tu vejez arribes a la isla
con cuanto hayas ganado en el camino,
sin esperar que Itaca te enriquezca.
Itaca te regaló un hermoso viaje.
Sin ella el camino no hubieras emprendido.
Mas ninguna otra cosa puede darte.
Aunque pobre la encuentres, no te engañará Itaca.
Rico en saber y vida, como has vuelto,
comprendes ya qué significan las Itacas.

12 de abril de 2021

Sólo lo más lejano perdura

Como hoy no sabía bien sobre qué escribir aquí (y recurrir al CdP original a veces me aburre, puesto que he notado que muchos de los poemas que copié entonces ya no resuenan en mí, por diferentes motivos: o bien eran poemas que sólo en ese momento tenían algún valor extrapoético ahora olvidado o bien son de autores ignotos en los que tampoco seguí buceando o bien los copié allí para no perderlos), me dije que una buena idea era dejarlo librado a la bibliomancia. Simplemente miré hacia la biblioteca que contiene todos los libros de y sobre poesía que hay en esta casa y el primero sobre el que mis ojos se posaron fue la Obra reunida del poeta platense Horacio Castillo. Inmediatamente recordé un poema suyo tan maravilloso como desgarrador y supe que el posteo de hoy estaba resuelto. 
Y así es. No me voy a explayar sobre Castillo porque me falta leerlo muchísimo. De hecho, una de las pocas cosas buenas del año pasado fue la edición de su Obra reunida por La Comuna, la editorial municipal, lo que constituye, para el panorama poético platense, un gol de media cancha en mi opinión. En vez de leer tanta pavada intrascendente y vacua mejor haríamos en leer a los grandes que ya no están pero que nos dejaron tamañas obras, como Castillo. Sobre lo que sí quiero explayarme (pero apenas un poquito) es sobre este poema, que leí al borde del llanto una vez más. Pienso que un día me voy a morir de poesía, tanto pueden conmoverme algunas de ellas, como esta. Y me conmueven, claro, porque siempre las leo en la misma clave, en la clave El depredador y su sonrisa, desde luego.

Si uno conoce el mito de Orfeo y Euridíce es todavía más hermosa y terrible, pero aún sin conocerlo ni tener noticia de él, la finura, la gracia y el preciso decir de Castillo no impiden apreciar su donosura y el terrible desgarro de sus protagonistas. Sólo para ponerlos en autos, Orfeo y Eurídice eran dos amantes esposos hasta que una serpiente mató a Eurídice y ésta fue a morar a los avernos, más precisamente al Hades. Orfeo, deshecho de dolor, se pone a tañer la lira de forma tan lastimera que los dioses griegos, siempre tan despiadados, por esta vez se apiadan y le permiten rescatar a su amada con una condición: no debe mirarla hasta que hayan salido por completo del báratro y ella esté completamente bañada por la luz. Impasible, Orfeo cumple pero en el minuto final no resiste más y se da vuelta para ver a Eurídice por fin, quien entonces desaparece frente a sus ojos para siempre. Hay desde luego otras versiones y este es apenas un resumen para que el poema se comprenda mejor, aunque insisto con que no es necesario. Sólo quería darme el gusto de contar, aunque fuera mínimamente, un mito griego. 
Entonces...

DICE EURÍDICE

La ansiedad me dominó, y luego la inquietud, cuando supe que venías:
horror de que me vieras así, con este tocado de sombra,
el pelo sin brillo —el pelo, que el sol no se cansaba de dorar.
Terror también de que no fueras el mismo —el que permanecía en mi memoria—
y al mismo tiempo curiosidad por ver de nuevo un ser vivo.
Hace tanto que nadie venía por aquí,
tanto que nadie se llevaba un alma o un perro,
que cuando oí tus pasos y tu voz llamándome,
cuando por fin te estreché, más que a ti estaba abrazando a la vida.
Después tu calor me condensó, me secó como una vasija,
y caminé por el sombrío corredor
otra vez con aquella máquina atronadora dentro del pecho
y un carbón encendido en medio de las piernas.
Caminé de tu brazo, imaginando ya la luz,
los árboles junto a los cuales caminábamos,
aquella habitación llena de espejos
donde flotábamos como dos ahogados.
Hasta que de pronto tu paso se hizo nervioso,
tu pensamiento se espantó como un caballo,
y vi que tratabas de desprenderte de mí,
de librarte de la trampa de la materia mortal.
«No te vayas —supliqué— no me dejes aquí,
déjame ver de nuevo las nubes y el sol,
suéltame por el mundo como una potranca tracia».
Pero tú ya corrías hacia la salida,
y durante siete días y siete noches oí cómo llorabas,
cómo cantabas en la ribera del río infernal
nuestra vieja canción: «Lo lejano, sólo lo más lejano perdura».

Alaska, 1993.

11 de abril de 2021

Versitos, sólo versitos

El poeta Osvaldo Bossi tiene el buen tino de compartir estas reflexiones (suerte de artes poéticas) en su muro de Facebook cada tanto. Las dirige a Robin, como si fuera Batman el que habla, en una notable y bienvenida transgresión (que no otra cosa es la poesía según nos contara Susana Reisz de Rivarola en las clases de Teoría Literaria I hace ya tanto tiempo), dado que le quita así toda la pátina de solemnidad que estos dichos podrían tener y les imprime un toque pop de lo más interesante. Como estas alocuciones están perfectamente bien escritas, el mensaje llega y cada tanto las he compartido tanto en mi muro como en una de mis páginas de FB (Taller de Poesía, concretamente). Sin embargo, hoy compruebo con pesar que, según las estadísticas que brinda FB (en las que de todos modos mucho no confío, pero bueh...), nadie ha visto ni ha interactuado con la publicación en la que compartí esta excelente reflexión. A ver si por este medio hay más suerte, porque vale la pena leer esto, sobre todo para quienes están comenzando y a veces se les confunden un poco los tantos. 
Haga poesía, no haga ni «Arte» (en el sentido en que lo escribe Girondo en sus «Membretes») ni haga panfletos inflados de ideología bienpensante o políticamente correcta. Deje esas minucias que nada tienen que ver con la poesía para el lugar que correspondan. Le aseguro que la poesía no es.

VERSITOS, SÓLO VERSITOS

Robin, cuando leas un poema lleno de sentido, atravesado por alguna ideología, cerrá el librito y rajá para otro lado. O es falsa poesía, o poesía para que caigan los giles (ayer vi la película sobre Tita Merello y usa mucho esta palabra, graciosa y a la vez tan precisa). Los temas importantes, comprometidos, son así, Robin. Se llevan todos los aplausos, pero el lenguaje (que es la materia de la que están hechos los poemas) se empequeñece o sólo sirve para transportar enormes mamotretos. Al menos en poesía, sentido y forma van juntos, pero sobre todo el sentido es forma. Ni adorno, ni falsa belleza, sino la cristalización de una materia que, si se tiene suerte, al ser tocada por el lector, libera algo, y no al revés. ¡Madonna santa! ¡Finíshela con tanto mensaje! El compromiso político, como ciudadanos, es una cosa, y la poesía es otra, ¿no te parece? Si uno, por esos casuales tiene algo para decir, ¿por qué no lo dice directamente? Por ejemplo, si yo le quiero decir a un chico que me gusta, o yendo más lejos, que lo amo. En fin, si quiero que el mensaje le llegue, no escribo un poema, que dice siempre otra cosa e incluso lo contrario. Lo invito a tomar una cervecita o un café y que sea lo que Dios quiera. La poesía se nutre de la vida que nos rodea y de nosotros mismos, es cierto, ¡pero es poesía, Robin! No es «la verdad» revelada. Como dice mi querida Diana Bellesi, simples o complicados «versitos»... ¡Pero versitos, Robin, versitos, nada más! Me acuerdo de un poema que viene al caso, de Patrizia Cavalli, que dice así: «Alguien me ha dicho / que mis poesías / no cambiarán el mundo./ Yo les respondo que en verdad sí / que mis poesías / no cambiarán el mundo». ¿No es hermoso? Nada más ligero y más contundente que eso.

Facebook, 28 de noviembre de 2017.


9 de abril de 2021

Poesía pura (en prosa)

Postearé un material que ya he posteado en otro blog (aquí), sencillamente porque los recuerdos de Facebook me llevaron a él y decidí que era una buena idea difundirlo también aquí, dado que es de lo más poético (y terrible, en el sentido que los griegos daban a la palabra deinós) que he leído en mi vida. 
Los pongo en contexto: Francisco Umbral es uno de mis escritores españoles favoritos, sino el más favorito de ellos (y son muchos los escritores españoles que admiro, primero por haberlos frecuentado desde muy chica y luego ayudada por mi paso por Letras, de donde me llevé, para siempre, a Juan Goytisolo, por poner un ejemplo). A Umbral lo descubrí por mero azar en una mesa de saldos de una librería de la calle Corrientes (cuando la calle Corrientes era el epítome de la bohemia porteña y no el adefesio que es ahora, sin contar el agravante pandémico). No tenía ni la más pálida idea de quién era, pero dos cosas llamaron mi atención: primero su apellido (desde luego, falso, como me enteré muchos años después) y luego el título del libro con el que me topé entonces (su novela El Giocondo). 
A partir de ese momento (año 1995, calculo) me fui topando, siempre gracias al bendito azar, con muchos de sus libros. Parecía que siempre me estaban esperando porque uno tras otro iban apareciendo y yo los iba comprando, leyendo y atesorando con fervor. Mis paraísos artificiales es uno de mis favoritos, pues combina poesía y prosa de un modo que sólo Umbral podía lograrlo y lo cité bastante en el CdP original. Con el tiempo me enteré de que en España, además, era una suerte de celebridad literaria, que sus columnas/aguafuertes madrileñas eran muy leídas y comentadas y hasta fantaseé (una es así) con ir a España y conocerlo. Berretines, desde luego, porque además me resultó siempre facherísimo. 
Pero había un libro que nunca aparecía ni en las mesas de saldos ni en estante alguno así que un día, contraviniendo todas mis prácticas bibliómanas, condescendí a pedirlo, ya que tenía/tengo familiares viviendo en España y así llegó a mis manos esta dolorosa gema, titulada Mortal y rosa. No es un libro de fácil lectura, en ningún sentido. La temática es descoyuntante de entrada: relata la muerte de su hijo de apenas cinco años. No es ficción, es literatura del duelo, ahora que lo pienso, y del más alto vuelo lírico. La forma también desconcierta bastante: no es ni una novela ni un diario íntimo ni un poema en prosa y a la vez es todo eso junto y más. Es el largo llanto de un padre desolado, es la infinita despedida ante lo imposible de despedir, es el requiebro de un escritor intentando hacer lo único que sabe hacer (escribir), es un mazazo de poesía y dolor ineluctable. No sé si podría releerlo. Todos sus otros libros los he releído muchas veces, con el mismo entusiasmo y fervor de la primera vez pero ese... no sé, no creo que pueda tolerarlo, quizás algún lejano día. 


Así que hoy, en este día tan melancólico y propicio para lecturas de esas que nos dejan boqueando, vayan estos fragmentos que, para mí, son poesía pura (en prosa). Porque si alguien les dijo que la poesía sólo se puede escribir en verso les metió precisamente un ídem. No se dejen engañar, por favor. Y dejen que Umbral los envuelva con su escritura helicoidal: a pesar del desgarro lo disfrutarán. 

La carne no se deja literaturizar. A veces, si la cogemos distraída, es transparente y permite ver el hueso y la nada. Pero si hacemos esto con premeditación y miramos de reojo nuestra carne o la de otro hombre o mujer, se cierran filas, se armoniza la figura, se espesan los colores. La vida es opaca para la muerte. Gracias a eso vivimos.

La mujer quiere un poco de selva. La desnudez es la selva que llevamos aún en nosotros. La carne es el último paraíso perdido e imposible. Tiene que haber naturaleza en el cuerpo, boscosidad, porque el sexo es, ante todo, una recuperación de los orígenes, y esos cuerpos desnaturalizados por un exceso de cuidado y artificio han borrado de sí la selva. Ya no son nada.

La primera niñez, la época que perdemos de nuestra vida, de la que nunca sabemos nada, sólo se recupera con el hijo, con él vuelve a vivirse. Gracias al hijo podemos asistir a nuestra propia infancia, a nuestro propio nacimiento, y yo miraba aquellos ojos cerrados, aquel llanto rosáceo, y me veía a mí mismo, por fin, en el revés del tiempo. El niño, su debilísimo denuedo, su crueldad rosa, fe total en la vida, sin pasado ni futuro, presente completo, y cómo se ha ido abriendo paso a través del idioma, cómo ha ido abriendo frondas, formando palabras, y llega ya hasta mí, venido de la manigua que nos separaba, del bosque de los nombres y las letras, y está ya de este lado, habitante del alfabeto. Nunca llevamos a un niño de la mano. Siempre nos lleva él a nosotros, nos trae.

Los ojos pastan en el libro y a veces, al cerrar el libro, los ojos se quedan dentro, como hojas frescas, y ando ciego por la vida, sin ojos, sin ver el mundo, porque los ojos siguen mirando lo que han leído, se han enterrado en letra impresa.

Niño mío, hijo, fruta fugaz, manzana en el mar, siempre lo he dicho, milagro instantáneo, doblemente imposible, estoy aquí, en el desorden de tu ausencia, entre los colores, animales, objetos, hierros, ruedas y seres de tu mundo, tan muertos sin ti, juguetes de un sol solo que apenas los roza, y me mira tu ausencia desde todas las paredes, encarnas en fotografías cuando halago el tacto de la nada. No estás.

Antes, cuando era un escritor joven y responsable, quería describir minuciosamente las situaciones, los lugares. Luego comprende uno que basta con dar un olor o un color. Al lector le basta. Al lector le sirve esto mucho más. Dice Baroja de una calle que era larga y olía a pan. Ya está. Un largo olor a pan. Para qué más.

Y escribo, cada mañana, me siento a la máquina, dejo que fluidos oscuros, luminosidades de la noche asciendan a mí, y todo el torrente del idioma pasa a través de algo, de alguien, porque escribir es una cosa pasiva, receptiva, contra lo que se cree, así como leer es algo activo, creativo, voluntarista.

Quizá la literatura sea eso. Desaparecer en la escritura y reaparecer, gloriosamente, al ser leído. Por eso no hay que hacer demasiado evidente el esfuerzo del pensamiento al escribir. Para no entorpecer la resurrección de la carne que glorifica al autor cuando es leído.

Hay un hombre que ha querido hacerse su verdad y comunicárnosla. Hay un hombre que necesita afirmarse modificando el mundo, que necesita explicarse el mundo para explicarse a sí mismo. Hay un hombre que vive y muere en su libro, naufraga en el propio mar que él ha creado.

Gracias a la literatura he podido mantenerme al margen de los mercados del hombre, e incluso cuando más de cerca parece que toco el mundo con mi prosa, estoy salvado y lejano en el mero arte de escribir, en el mundo cerrado que es la literatura.

Abril, espuma verde bajo los pies breves de mi hijo, cadera femenina del mundo, costado pálido, idioma salvaje de la lluvia, lenguaje de todas las primaveras, caligrafía torrencial que deja dicho en el aire el secreto simple del universo.

Aquí, tu madre y yo, hijo, entre biombos, entre cocinas apagadas, entre anuncios, letra menuda y medicinas, qué solos, qué sin juntura, y el universo, hijo, el universo, que organizaba sus mayúsculas en torno de ti, y ahora es como el resto disperso de un naufragio.

Tu muerte, hijo, no ha ensombrecido el mundo. Ha sido un apagarse de luz en la luz. Y nosotros aquí, ensordecidos de tragedia, heridos de blancura, mortalmente vivos, diciéndote.

Toda la locuacidad del mundo me habla en tu silencio. Todo el silencio del mundo habla eternamente en tu adorable locuacidad.
Mortal y rosa, 1975.