11 de mayo de 2021

Fijar lo que huye

El propio CdP me vino a recordar que, de aquella biblioteca que mencioné en el posteo anterior, en realidad sí conservo un libro, aunque no logro recordar por qué medios me hice de él, si fueron lícitos o no, si quien tenía la biblioteca en custodia decidió regalármelo, si yo lo escondí adrede o si simplemente el libro quedó por algún lado y cuando me di cuenta ya era tarde para devolvérselo tanto a su custodio como a su dueño. El caso es que conservo un ejemplar de Memoria plural, un libro de entrevistas a escritores latinoamericanos, entre los que hay varios poetas (acaso por eso el libro hasta pudo haber decidido por sí mismo quedarse en mi hogar, alucino). Sea entonces esta la perfecta ocasión para compartir algunas reflexiones del gran y maravilloso poeta argentino Enrique Molina, de quien compartiré poemas más adelante.
Escuchemos ahora qué tiene para decir Molina sobre la poesía y la praxis poética:

¿En qué consiste esa inagotable actitud del espíritu, presente ya en lo más remoto de toda cultura? Para mí no es otra cosa que una empresa de descubrimiento esencial, es decir, una perpetua partida hacia un mundo desconocido o, mejor dicho, hacia lo desconocido del mundo que es, en suma, esa extraña realidad en la que estamos insertos, eso ajeno a nosotros mismos y que alcanzamos a través de los sentidos, lo que se ve y se toca y se huele y se oye y se saborea en cada latido, esos continentes siempre inéditos, siempre misteriosos, sobrenaturalmente adorables, que nos salen al encuentro para llenarnos de maravilla y de terror, como una interrogación sin fin de los seres y las cosas, prolongada de eco en eco, misterios repetidos y cotidianos, con la forma de una mosca o de un árbol, de la lluvia o la piedra, del pájaro o el sol. Concebida la poesía como un medio de conocimiento, que dilata, en cierto modo, los límites de la comunicación, del lenguaje para darnos un sentido de la existencia —el nuestro—, la obra del poeta, en su conjunto, establece un orden inédito del mundo. Un orden que nace de los valores, de las relaciones que se establecen entre su espíritu y las cosas, de lo que elige, de una manera u otra, como elementos capitales de su destino, mientras avanza a través de la vertiginosa y caótica diversidad del mundo.

En la obra de todo poeta —me atrevo a decir— el mundo reviste una coloración particular, inédita, surge de nuevo como el primer día de la creación. Así, cada poeta establece su reino propio, regido desde el fondo de su sangre por todos sus poderes conscientes e inconscientes. El poeta trabaja con pájaros, con astros, con la muerte y la memoria, con la pasión y la tierra, con todos los sentidos y todas las visiones. Es, entonces, fabulosamente rico. Pero su lucha, más que de conquista, es de limitación. Debe defenderse de esa riqueza que lo desborda en todas direcciones y que de no hacerlo acabaría por disolverlo en su avalancha. Tiene que escoger sus propios signos, sus propios colores, un punto de mira único, que lo distinga de todos y a su vez le permita contemplar las cosas desde su particular perspectiva. Se trata, así, de dar expresión a su experiencia humana, a su intuición de la existencia. En efecto, el hombre intenta penetrar en el misterio de la existencia y el mundo de dos maneras: por el intelecto, a través de la conciencia y la filosofía, y por la intuición poética, que se halla en la génesis de toda obra de arte. Por eso la creación del poeta, nacida de lo profundo de su experiencia vital, es siempre una cosmo-visión, una respuesta propia al infinito enigma de las cosas.

Así, la mayor ambición de mi aventura poética ha sido la de recrear, en la magia verbal, la sensación, la ardiente e instantánea categoría de lo sensorial. Palabras que no describan el calor, el reverbero de una piel, el olor de la noche, sino que en lo profundo del espíritu vuelvan a producir tales sensaciones, revivan nuevamente el latido que las registró. 

Tratat de fijar lo que huye configura mi poesía.

Memoria plural, 1986.

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