23 de febrero de 2023

Tal vez tuvimos sólo siete noches

Seguramente fueron más, pero sin duda fueron por los menos siete, nueve, diez, quizás veinte, acaso cincuenta, contando las idas y vueltas. Idas y vueltas como las de este blog (y de todos mis blogs). Me autodefino siempre «gánica» (es decir, hago las cosas cuando tengo ganas), pero acaso sería mejor autodefinirme como «dejadiza» (no importa si no existe tal término, existe a partir de este instante), es decir de pronto dejo algo que me entusiasmaba muchísimo, como este blog, sin ninguna explicación ni razón ni motivo aparente. Simplemente no aparezco más. Me ghosteo a mí misma, juego a las escondidas como cuando era chica. Un día estoy y al siguiente no estoy más. Y vuelvo dos años después como si tal cosa. Es lo que me sale. Como la poesía a chorros, como la escritura a bocajarro, como las ansias siempre desbocadas que no se sacian nunca. Como un venero patagónico, bajando siempre de esas inmensas montañas. Quizás atravieso profundos bosques de helado verdor, quizás me adentro en piélagos tenebrosos y luego renazco, tan pimpante. No sé por qué lo hago, pero lo hago y me atormento, como buena catuliana irredenta que soy. No sería yo si no me atormentara, si no padeciera con el inmenso pathos de la poesía y del amor, claro. 

Y para este retorno sin demasiada gloria (pero a quién le importa la gloria), traigo de nuevo a una de mis poetas favoritas. Ella. La que con su solo nombre hace que se entienda y encienda todo: Idea. Nadie con ese nombre podía andar por el mundo sin abrasar todo a su paso, es claro. Nadie con esa belleza doliente, con esa pluma más afilada que un quirúrgico bisturí podía andar por este mundo sin dejar palabras como tumbas, como osarios, como reliquias del más excelso deseo. Y nadie dice nunca (o casi, porque Alejandra, porque Olga, porque Alfonsina también) lo que yo quisiera decir cuando pienso en él, cuando lo recuerdo, cuando hago lo imposible por olvidarlo de una vez sin lograrlo más que unos pocos, poquísimos, segundos. Nadie dice con esta rabia, con esta tristeza, con este desgarro absoluto. Nadie nunca (o casi nunca). Repárese por favor en el uso del «tal vez», la maestría con la que la poeta se aleja de cualquier afirmación taxativa (aunque en el fondo de su roto corazón esté absolutamente convencida de su verdad) e introduce el mal rayo, el pérfido pero iluminador veneno de la duda, de la pregunta que siempre nos corroe (¿pero habrá sido amor...? ¿pero habrá sido así...?). 

Nunca o casi nunca, insisto.

Seguramente fueron más, pero esas siete, nueve, diez, veinte o cincuenta noches no se borran de mi piel jamás y, sin duda, sirven para vivir toda una vida y el más largo amor. Si es lo que yo digo, como anoté sucinta y sufrientemente en Facebook hoy. 

Bienvenidos otra vez a mi cuaderno de poesía. Postearé cuando las ganas o la dejadez me dejen, si me dejan. 



Tal vez tuvimos sólo siete noches
no sé
no las conté
cómo hubiera podido.
Tal vez no más que seis
o fueron nueve.
No sé
pero valieron
como el más largo amor.
Tal vez
de cuatro o cinco noches como ésas
pero precisamente como ésas
tal vez
pueda vivirse
como de un largo amor
toda una vida.

(La Habana, 1968)



 

22 de junio de 2021

Corazón partido

Son días horribles. Díficiles, duros, eternos. A las horrendas maquinaciones de la posmodernidad, hay que sumarle la pestiferación maldita que nos azota sin tregua y que cada vez que parece amainar es sólo para volver con mayor ferocidad. La rutina, aunque es de las pocas cosas que nos mantienen en eje, es igualmente feroz y desgastante. Todos los días debo luchar contra la abulia y la apatía, dos de mis grandes enemigas. Todos los días debo repetirme como un mantra que habrá salida, que hay futuro, que todo va a estar bien. Pero qué va a estar bien. Un carajo está bien. Y por si todo eso fuera poco, las ausencias que se vuelven carne y retornan con sus cantos imposibles en sueños o en recuerdos, sólo para dejarnos más solos y más lacerados. Y así siguiendo. Y, sobre llovido, mojado: se siguen yendo los maestros. El domingo, el corazón de Juan Forn dijo basta. Ayer, todavía golpeados y machacados por esa infausta noticia, nos enteramos de que la poeta Laura Yasán, una de mis maestras, decidió, al parecer, irse. Su corazón, como se desprende de alguna del poema que copio a continuación, también dijo basta. Podría enumerar todos los talleres que hice con ella, hablar de sus certerísimas devoluciones y del premio que fue ser finalista en un concurso de poesía sólo porque ella estaba en el jurado, pero no tiene la menor importancia. Es hora de leerla. Ahora no queda más que leerla. Podemos dejar las anécdotas personales y las explicaciones y los análisis poéticos para otro momento.
Agradezco a Sergio Felipe Mattano la imagen que ilustra este posteo.



QUÍMICA ORGÁNICA

todo el tiempo que tarda el corazón en olvidar la música
y acostumbrarse al ruido de hojas muertas
que desprende el recuerdo cuando avanza

todo el tiempo que tarda en separar
hebras impuras del oxígeno
latido de temblor
señales en la falla

todo el tiempo que tarda en reaccionar su ángel sometido
la boca azul contra la noche
ese torrente oscuro que va en la cicatriz
como un pez por el cauce del misterio

todo el tiempo que tarda en corromper
la ruta del carbono
y arder bajo la nuca el tronco de su árbol

se rasga en las mejillas una alfombra de seda
la lengua flota en una ciénaga
y es un beso de sal sobre la llaga
todo el tiempo que tarda el corazón
en dejarte partir

La llave Marilyn, 2008. 

7 de junio de 2021

Astilla de lucero

Cada vez más me inclino por la poesía más simple, por la que prescinde de todo andamiaje retórico vacuo, de toda pedantería ilustrada, de toda arquitectónica composición de nada. Cada vez más creo que es necesario adentrarse, tanto como lector y como creador, en la dificilísima sencillez, en la compleja ciencia que hace que todo parezca facilísimo cuando es todo lo contrario. Cada vez menos artificios y más sustancia y esa sustancia cuanto más simple, llana, cercana y natural, mejor aún. Me alejo cada vez más, como lectora y como creadora, de los cerrados mundos yoicos, de las inentendibles abstrusidades que nada dicen, de los piélagos de vocablos vacíos apilados al tuntún, procurando que digan algo cuando nada pueden decir, pues no los anima la gracia, no tienen, justamente, alma. Cada vez más alejada de pompas y circunstancias, cada vez más cercana al mundo natural que nos rodea, el que vive y respira fuera de las pantallas, como estos poemas del peruano Arturo Corcuera que invito a leer. 



FÁBULA DE LA LUCIÉRNAGA

Diamante en trizas.

Semáforo diminuto
que señala el rumbo
de las libélulas.

Posada sobre un madero
cantas intermitente,
astilla de lucero.


EL HEREJE

Nadie podrá convencerme
que el tren
no es larva de mariposa
que el avión no tiene plumas
que el mar no bebe cerveza
que la luz no es una flor.

31 de mayo de 2021

Le dices que no insista, que he salido...

Entre mi cumpleaños número 47, las nuevas restricciones y la mar en coche, sin quererlo, me tomé unos días y desaparecí de estas costas... pero sólo porque estaba en otras, disfrutando a rabiar el seminario sobre la literatura argentina y su relación con el mar, de Juan Bautista Duizeide, y leyendo a la vez su antología de literatura marinera Abordajes literarios, publicada el año pasado por Adriana Hidalgo. Sabrán comprender.
Casi traigo unos fragmentos de Juventud, de Conrad, ya que estábamos, pero he preferido, en cambio, volver a un primer amor. El 29 de mayo, justamente, se cumplió un nuevo aniversario del nacimiento de Alfonsina Storni, una de mis máximas poetas preferidas en todo el orbe poético universal. La leí muy temprano y quizás por eso ocupa ese sitial indiscutido, pero al pasar los años no he perdido ni un ápice de aquel entusiasmo y, muy al contrario, la admiro cada vez más, no sólo por su vida de loba solitaria, que le requirió absoluta y verdadera valentía, sino por su maestría poética, que fue reinventándose en cada libro, hasta llegar al pináculo en Mascarilla y trébol, una obra, me atrevo a decir, no suficientemente estudiada por la academia (acaso eso sea una bendición). Pero más todavía por ese poema final que me precipita a las lágrimas cada vez que lo leo, sin que lo pueda evitar y por el que alguna vez fui invitada a un programa de Radio Universidad, conducido por Marcos Clavellino (autor de la foto que ilustra este posteo), para farfullar algunas bobalicadas sobre él, bobalicadas a las que espero darles mejor forma ahora. Quien lo desee, puede escucharlas aquí

Foto: Marcos Clavellino


El poema, es, claro, este: 

VOY A DORMIR

Dientes de flores, cofia de rocío,
manos de hierbas, tú, nodriza fina,
tenme prestas las sábanas terrosas
y el edredón de musgos escardados.

Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame.
Ponme una lámpara a la cabecera;
una constelación, la que te guste;
todas son buenas, bájala un poquito.

Déjame sola: oyes romper los brotes...
te acuna un pie celeste desde arriba
y un pájaro te traza unos compases

para que olvides... Gracias... Ah, un encargo:
si él llama nuevamente por teléfono
le dices que no insista, que he salido.

Poema póstumo, publicado en el diario La Nación, 25 de octubre de 1938.

Se sabe: la decisión ya estaba tomada. La enfermedad había sido implacable y la ciencia humana ya nada podía hacer con ella, excepto alguna carnicería de las que se estilaban en la época. Alfonsina acude al mar, al infinito mar que todo lo comprende para acabar con tanto dolor; escribe su último poema, piensa seguramente en su hijo Alejandro y procede a cumplir su magna e irreparable determinación. Sola, enferma y dolorida nada tiene sentido ya, ¿qué otra cosa hacer que parar de una vez con el sufrimiento? 
Sin embargo, su poema final, su testamento (aunque toda la poesía es testamentaria, como dijo alguna vez Jorge Monteleone), no es, en apariencia, triste, ni da cuenta de su gravosa circunstancia personal. Por el contrario, el poema hasta rebosa ingenuidad, tiene ternura y apenas uno que otro toque fúnebre, muy velado. Me interesa dar cuenta de esos matices, que son los que hacen que me emocione tanto, al menos a mí. Pero tiendo a sospechar que a muchos otros también, pues cada vez que lo leía en mis talleres, un hilo de emoción corría incluso entre mis alumnos más duros y «negados» a la poesía. Creo que es justamente esa mezcla inefable de ingenuidad y temblor la que produce esa conmoción. 
El título le anuncia a una precisa destinaria («nodriza mía», suerte de madre sustituta, íntima amiga o dama de compañía) una acción que la poeta aún no ha llevado a cabo pero que sin duda la hará, como lo reafirma ese «voy a» y no un hipotético «iré a», por ejemplo. Como se dijo, la decisión estaba tomada y, claramente, el contexto nos autoriza a equiparar dormir y morir («perchance to dream», acotaría el Bardo). La primera estrofa ambienta la escena en que se desarrollará ese dormir-morir: los elementos de la naturaleza (flores, rocío, tierra, musgo) oficiarán de ajuar nocturno-mortuorio, pero nótese que los toques fúnebres son apenas perceptibles, como en «sábanas terrosas» o «musgos escardados». La segunda estrofa continúa ambientando y delimitando la escena, que ahora puede decirse que tendrá lugar en la infinitud del universo, en otro toque ligeramente fúnebre, que sin embargo nunca se despeña hacia la referencia cabal ni directa. Las constelaciones como lámparas votivas y el poder de la nodriza para «bajarla un poquito» dan uno de los primeros toques de ternura en medio de la negrura que evocan varios de los elementos citados (la tierra, el musgo, la noche implícita en el rocío). En la tercera estrofa, cambia rápidamente la situación: la poeta le pide ahora a su nodriza que la deje sola y casi como si fuera una canción de cuna menciona al «pie celeste» y al pájaro que canta («te traza unos compases») como si fuera la nodriza quien, en efecto, fuera a dormir, pero rápidamente se aclara la situación con la tremenda estrofa final: el pie celeste y el pájaro que traza compases son, en efecto, para que la nodriza no se olvide de ella, o mejor dicho, para que pueda sobreponerse al dolor de la pérdida (ella ya está del otro lado de ese dolor, ya ha tomado la determinación, ya sabe que no hay remedio) y viene entonces el encargo, el pedido que es la más absoluta y cabal muestra de la ingenuidad de la que hablaba antes y la que a mí siempre, pero siempre siempre siempre me parte al medio, me rompe sin piedad el alma y el corazón porque todos sabemos que él nunca va a llamar, que él ha dejado de llamar hace mucho, que no, que no insistirá, que ya hace años que no insiste y ese es, acaso, el mayor dolor de la poeta que, en su amor invencible, en su amorosa y porfiada ceguera, en ese último gesto de coquetería y seducción de hacerse negar, sigue creyendo que él la llamará, que él vendrá y que todo tendrá el merecido final feliz que todos deseamos. 
Me desarma, lo dicho. Seguramente, porque espero lo mismo y no lo dejaré de esperar jamás. ¿Cómo podría, además, vivir una poeta sin ilusión, por absurda e imposible que esta sea?

13 de mayo de 2021

Por qué me trajiste acá

Me fascina el mar. ¿Hay alguien en este mundo que pueda sustraerse a su hechizo? Ruego a Dios que no, porque sería una vida de lo más pobre, que ni todos los millones del mundo podrían compensar. Me fascina el mar desde siempre. Cuando era chica, veraneaba siempre en la playa, a veces un mes entero en Mar del Plata, siempre por la zona del faro (entiendo que de allí viene mi fascinación por los faros, claro), otras veces diez o quince días o los que se pudiera en Santa Teresita. Alguna vez en San Clemente, otra en Mar del Tuyú y, cuando ni siquiera era un reducto coqueto del chetaje, en Mar de las Pampas (estaba sólo La Pinocha, casa de té y chocolates, cuando fuimos). Luego estuve muchos años sin visitar ni el mar ni las playas, hasta que cuando tuve la oportunidad (mejor dicho, cuando me animé) de viajar sola por primera vez, el destino elegido fue, justamente, Santa Teresita. Hasta tuvimos casa allí, bautizada por mi abuelo como «Viky», por mi tía Victoria. La casa seguía en pie cuando fui en 2009. Otras cosas no, pero no importa. 
Y aunque luego la fascinación por la Patagonia copó prácticamente todos los espacios, siempre guardo un lugar especialísimo para el mar y tengo anotadas, en mi lista de deseos, todas las ciudades costeras patagónicas que quiero conocer algún día: Las Grutas, San Antonio Oeste, Comodoro Rivadavia, Rada Tilly, Camarones, Puerto Deseado, Puerto San Julián y tantas más. El año pasado, uno de mis solaces para aguantar el encierro pandémico fue mirar con devoción tres series de documentales, todas de tema marítimo: Naufragios en la Patagonia, Atlántico Sur y Faros, todas de canal Encuentro. Pocos momentos disfrutaba más que al ver esas maravillas, filmadas en recontramegahipersúper calidad y con unos planos-detalle alucinantes del fondo del mar. Como todo tiene que ver con todo, ya recordarán que mi primer libro (aunque técnicamente no sea tal) fue Moby Dick, en su versión condensada para niños de Kapelusz, como nunca me canso de aclarar. Ya desde ahí todo lo que tenga que ver con el mar tiene mi atención indivisa.
En esta nueva etapa de reclusión menos severa, me conformo mirando imágenes en Facebook, tanto de las bellezas patagónicas como de algunas páginas sobre barcos, como Amigos de la Fragata Libertad, de donde extraje la imagen que ilustra este posteo, porque ella, junto con la lectura (en tránsito) de 20.000 leguas de viaje submarino de Julio Verne más este vivo del Centro Cultural de la Ciencia que vi ayer me hicieron recalar, impensadamente, en el poema que quiero compartir hoy. 
Tan sencillo, tan desgarrador, tan tremendo. 


La secuencia fue así: como cada día me extasié con las imágenes que comparten los Amigos de la Fragata Libertad y esta en particular me pareció tan bella que quise compartirla de inmediato. Al verla con más detenimiento y recordar lo que había leído anoche sobre el fondo del mar en Verne, me dieron tantas ganas de hacerme a la mar que de inmediato recordé este poema de Rafael Alberti que copio a continuación: 


1

El mar. La mar.
El mar. ¡Sólo la mar!

¿Por qué me trajiste, padre,
a la ciudad?

¿Por qué me desenterraste
del mar?

En sueños, la marejada
me tira del corazón.
Se lo quisiera llevar.

Padre, ¿por qué me trajiste
acá?

Marinero en tierra, 1924.


Espero me perdonen estas apostillas que intentan explicar, vanamente, la perfección de este poema pero las juzgo necesarias en virtud del objetivo de este blog, que no es sólo compartir poemas y ya. Pretendo, con la vanidad de toda pretensión, que se entienda (hasta donde es posible entender en materia tan ardua, lo sé) cómo funciona la magia de la poesía. O que se atisbe algo al menos. Porque si uno lee desprevenidamente este poema puede pensar que no tiene nada de especial, que es una simpleza o que frente a otros poemas de Alberti incluso es menor. Sin embargo, yo creo que es central. Y es tan magnífica su factura que prescinde, prácticamente, de toda floritura, metáfora o adorno. Deja la voz de ese Alberti niño desnuda, completamente desnuda y real. 
Es necesario poner en contexto: Rafael Alberti nació en una ciudad portuaria, el puerto de Santa María, en Cádiz. Nada menos que Cádiz. El mar siempre estuvo allí pero, desde luego, la vida y las necesidades hicieron que la familia Alberti tuviera que abandonar el paraíso e ingresar en el infierno de la ciudad. Marinero en tierra es el primer poemario de Alberti y ya desde el título nos está anunciando cuál es su tragedia: es un marinero sin mar (¿habrá desgracia mayor?), es un marinero que debe vagar lejos del mar amado por necesidad, por trabajo, por lo que sea, pero lejos y pisando siempre tierra firme. 
Y no ha sido su deseo alejarse, como bien muestra este poema. Él era un marinerito que «iza al aire este lamento" (todo el poemario es un lamento) y por eso le pregunta al padre, a quien tomó la horrible decisión, por qué lo ha alejado del mar. Pero lo pregunta como preguntan los niños: frontalmente, sin vueltas ni retoricismos, como lo denuncia ese «acá» final que se clava en lo más hondo del alma y el corazón de quien escribe y de quien lee, cifra de toda la desolación humana que puede caber tras el destierro. Porque no hay nada más horrible que el destierro, como bien sabían los griegos, que, como siempre digo, ya inventaron todo. Nada es más cruel que ser separado de la tierra que uno ama y en la que nació, en este caso del mar y su embrujo, del mar y su infinita fascinación. 
¿Cómo no desgarrarse ante ese «acá» entonces?

P. D: Como bonus track, un parrafito de las tantas maravillas que leí anoche en Verne: «Entre los diversos arbustos, grandes como los árboles de zonas templadas, y bajo su sombra húmeda, se amontonaban verdaderos matorrales de flores vivas, setos de zoofitas, sobre los que se abrían meandrinas cebradas de tortuosos listados; carófilas amarillentas con tentáculos diáfanos, grandes masas de zontairos y, para completar la ilusión, los pescados-moscas volaban de rama en rama, como un enjambre de colibríes, mientras que amarillos lepisacantos, de mandíbula erizada y punzantes escamas, los dactilócteros y monocentros, se alzaban a nuestro paso, semejantes a una bandada de becadas...»

12 de mayo de 2021

Como un río que corre

Hoy no sabía bien para dónde rumbear aquí, cuando los recuerdos de Facebook sacaron de su caldero mágico esta nota que reproduzco, ya que gracias a Markitos Zucker, ya no se pueden hacer más notas en FB. Nunca comprenderé esas decisiones tan desacertadas. 

12 de mayo de 2016

Esos impensados dibujos de la literatura que tanto me gustan...
Resulta que como bibliotecaria y archivista del alma que soy, atesoro en mi compu artículos y reseñas críticas que he ido encontrando en la web sobre literatura argentina (entre otras muchas materias similares) a lo largo de los años y cada tanto me pongo a ordenarlos, lo que significa pasarlos a Word, nombrar los archivos comenzando por el apellido del autor, registrar los datos en una planillita y así (aclaré que soy bibliotecaria de alma, bien, sigamos). En eso me encontraba hoy a la tarde, cuando en una de esas notas guardadas quién sabe cuándo se mencionaba un poema de H. A. Murena, un escritor argentino que amo, sobre José Hernández, autor de nuestro insigne poema nacional, que justamente hoy terminé de dar en el taller... La nota sólo mencionaba el poema de Murena pero ni siquiera daba el título. Tiré algunos datos en Google pero no apareció nada. Recordé entonces que tengo el tomo Visiones de Babel, que recopila buena parte de la obra de Murena (compilado por G. Piro) y allí estaba este bellísimo poema, que comparto con todos los circunstantes:


RETRATO DEL POETA

Imagínenselo:
tenía más de un metro ochenta de estatura,
cuerpo de león,
pero en el medio del pecho
un signo trémulo y fatal
como el amor o el fuego.

Nació en Perdriel, en San Isidro,
bajo la leche infinita de la noche austral.
Atónita se detendría su alma
ante la llanura perfumada e inmensa,
los ríos frutales,
el tierno silencio del mundo.

Y de improviso los oiría romperse
bajo el galope mortal de la anarquía,
de la ardiente tierra
que le habían destinado: imagínenselo.

Comprendan, se educó en los campos,
en jóvenes ciudades, vería
las libres caballadas del alba
surgiendo de lagunas brumosas,
cubiertas del misterio
con que empieza la vida, habrá tocado
criaturas humilladas, pobres,
caídas, todo el dolor argentino
en su abierta llaga,
mientras en su centro puro
la poesía se alzaba
soñando las voces nuevas
para una belleza de rostro arrasado.

Peleó en Pavón, en la guerrilla litoral,
en Sauce, en Cepeda,
y en las noches absolutas del vivac
alumbraría el reino de hermanos
que un día, con el poder de quien entra
a casa de su enemigo
con una flor en la mano,
irrumpirá,
dispersará eternamente la tristeza,
el mal, la pena: comprendan.

Piensen que aún no se detuvo: dirigió
El Argentino, El Río de la Plata fundó
lo eligieron diputado, lo llamaron
senador y como un río que corre,
como el trigo que nace,
como un mar que golpea,
estuvo siempre de parte de los vencidos,
fue para ellos el ojo celeste,
el pan y el vino: piensen.

Pero imaginen sobre todo su boca,
moldeada para decir lo terrible,
su boca en la hora en que
bruscamente
el poema empezó a brotarle
igual que a un árbol las incesantes
hojas, pájaros, milagros, el peso
de la tierra ascendiendo así
hacia la luminosa cúpula del cielo.

Esa hora en que el amor
borraba sus rasgos, su íntima historia,
su cruz y su corona, su nombre mismo,
el José Hernández, esa hora de su nacimiento
y de su muerte, ese instante
en que no era nadie y era todos
en el canto: imagínenselo.

Imagínenselo ahora,
mercaderes, capitanes, políticos,
hombres eminentes y hombres oscuros,
almas enfermas de un tiempo
que perdió el futuro, imaginémoslo.

Su corazón late todavía
en el viento vivo de las tardes claras,
toquémoslo con el sentimiento y la mente:
será como si nos purificáramos.

H. A. Murena
El círculo de los paraísos, 1958.

11 de mayo de 2021

Fijar lo que huye

El propio CdP me vino a recordar que, de aquella biblioteca que mencioné en el posteo anterior, en realidad sí conservo un libro, aunque no logro recordar por qué medios me hice de él, si fueron lícitos o no, si quien tenía la biblioteca en custodia decidió regalármelo, si yo lo escondí adrede o si simplemente el libro quedó por algún lado y cuando me di cuenta ya era tarde para devolvérselo tanto a su custodio como a su dueño. El caso es que conservo un ejemplar de Memoria plural, un libro de entrevistas a escritores latinoamericanos, entre los que hay varios poetas (acaso por eso el libro hasta pudo haber decidido por sí mismo quedarse en mi hogar, alucino). Sea entonces esta la perfecta ocasión para compartir algunas reflexiones del gran y maravilloso poeta argentino Enrique Molina, de quien compartiré poemas más adelante.
Escuchemos ahora qué tiene para decir Molina sobre la poesía y la praxis poética:

¿En qué consiste esa inagotable actitud del espíritu, presente ya en lo más remoto de toda cultura? Para mí no es otra cosa que una empresa de descubrimiento esencial, es decir, una perpetua partida hacia un mundo desconocido o, mejor dicho, hacia lo desconocido del mundo que es, en suma, esa extraña realidad en la que estamos insertos, eso ajeno a nosotros mismos y que alcanzamos a través de los sentidos, lo que se ve y se toca y se huele y se oye y se saborea en cada latido, esos continentes siempre inéditos, siempre misteriosos, sobrenaturalmente adorables, que nos salen al encuentro para llenarnos de maravilla y de terror, como una interrogación sin fin de los seres y las cosas, prolongada de eco en eco, misterios repetidos y cotidianos, con la forma de una mosca o de un árbol, de la lluvia o la piedra, del pájaro o el sol. Concebida la poesía como un medio de conocimiento, que dilata, en cierto modo, los límites de la comunicación, del lenguaje para darnos un sentido de la existencia —el nuestro—, la obra del poeta, en su conjunto, establece un orden inédito del mundo. Un orden que nace de los valores, de las relaciones que se establecen entre su espíritu y las cosas, de lo que elige, de una manera u otra, como elementos capitales de su destino, mientras avanza a través de la vertiginosa y caótica diversidad del mundo.

En la obra de todo poeta —me atrevo a decir— el mundo reviste una coloración particular, inédita, surge de nuevo como el primer día de la creación. Así, cada poeta establece su reino propio, regido desde el fondo de su sangre por todos sus poderes conscientes e inconscientes. El poeta trabaja con pájaros, con astros, con la muerte y la memoria, con la pasión y la tierra, con todos los sentidos y todas las visiones. Es, entonces, fabulosamente rico. Pero su lucha, más que de conquista, es de limitación. Debe defenderse de esa riqueza que lo desborda en todas direcciones y que de no hacerlo acabaría por disolverlo en su avalancha. Tiene que escoger sus propios signos, sus propios colores, un punto de mira único, que lo distinga de todos y a su vez le permita contemplar las cosas desde su particular perspectiva. Se trata, así, de dar expresión a su experiencia humana, a su intuición de la existencia. En efecto, el hombre intenta penetrar en el misterio de la existencia y el mundo de dos maneras: por el intelecto, a través de la conciencia y la filosofía, y por la intuición poética, que se halla en la génesis de toda obra de arte. Por eso la creación del poeta, nacida de lo profundo de su experiencia vital, es siempre una cosmo-visión, una respuesta propia al infinito enigma de las cosas.

Así, la mayor ambición de mi aventura poética ha sido la de recrear, en la magia verbal, la sensación, la ardiente e instantánea categoría de lo sensorial. Palabras que no describan el calor, el reverbero de una piel, el olor de la noche, sino que en lo profundo del espíritu vuelvan a producir tales sensaciones, revivan nuevamente el latido que las registró. 

Tratat de fijar lo que huye configura mi poesía.

Memoria plural, 1986.

7 de mayo de 2021

¿Por qué algunos se empeñan en leer o escribir poesía?

Cierro la semana con estas reflexiones de Gianni Sicardi (¿qué, nunca lo leyeron? Les creo, es otro de nuestros secretos poéticos mejor guardados) que me robé del muro de don Eduardo Espósito hace unos días:
La poesía es inútil para vivir. De hecho casi toda la gente vive sin poesía. Y no la echa de menos. Porque la poesía no tiene que ver con lo útil, con el tener, con la personalidad, sino solo con el ser. Sin embargo, todos tenemos derecho a habitar nuestro ser esencial. ¿Por qué leemos poesía? ¿Por qué escribimos poesía? ¿Para qué? ¿Para entrar en nosotros mismos? ¿Para conocernos? ¿Para reconocernos? ¿Por qué algunos se empeñan en leer o escribir poesía? ¿Por qué algunos, aunque sean pocos, se empeñan en hacer un trabajo inútil, gratuito? Tan gratuito que no puede ser considerado un trabajo. Leemos y escribimos poesía para entrar en nuestro ser. Para hablarle. Para que nos hable. Para que nos cuente sus secretos.

5 de mayo de 2021

Se fue sin pagar

Me entero, por los avatares de Facebook, que hace unos días, más precisamente el 3 de mayo, falleció el poeta Eduardo Mazo. Seguramente no les suena, es probable que no lo conozcan ni lo hayan oído mencionar siquiera. No era muy conocido tampoco, puesto que se movió siempre por las suyas. Editaba sus propios libros y estuvo exiliado en Barcelona, pero en los últimos años había vuelto a nuestro país y posteaba regularmente algunas reflexiones en Facebook. Llegué a él de las extrañas formas en que se llega, siempre, a la poesía más diversa: el padre de mis hijos tenía en custodia la biblioteca de uno de sus primos, si no recuerdo mal, allá en su casa de La Tablada. Eran unos pocos libros pero muy variopintos. Uno de ellos era Autorizado a vivir, de Eduardo Mazo, un libro de epigramas, según anuncia la propia portada, del que luego transcribo varios. Cuando el padre de mis niñitos se mudó conmigo, en aquel aciago año 99, aquel libro vino a parar a mi casa también pero cuando se fue a su provincia natal (en el mismo aciago año) se lo llevó con él, desde luego. No correspondía que se quedase (ni él ni el libro). El caso es que un domingo, en el Parque Rivadavia, me crucé de nuevo con Autorizado... y lo compré sin dudar. Casi diez años después, en una de mis librerías favoritas de la calle Corrientes, di con su ¿continuación?, Prohibido morir. Y muchos años después, Facebook volvió a ponerme sobre la pista de Mazo. El mismo Facebook que ahora me cuenta que se ha ido, supongo que por la peste actual, no lo aclara. No sé si fue un gran poeta, pero sin duda merece este pequeño homenaje que aquí le rindo. Todos estos poemas habían sido copiados en el CdP original, dicho sea de paso. 


Lo malo de la muerte
es que, casi siempre,
nos encuentra viviendo.


Se desea todo lo que no se tiene
y se pierde
todo lo que se ha deseado.


Siempre giramos sobre el mismo tema: 
la muerte.
Tremendo susto nos llevaríamos si después
de tantas poesías,
resulta que no existe.


Me hubiera gustado nacer el 37 de agosto
para dejar estupefactas a las muchachas
que me preguntan de qué signo soy
en el preciso momento
que les voy a dar el primer beso.


Cuando acaba el programa diario
de televisión
hay ya que irse a la cama,
porque realmente,
ya no hay nada que hacer.


¡Y a mí qué carajo me importa
que los bancos reduzcan punto y medio
sus tasas de interés!


Jesús, Mahoma, Moisés, Buda...
y ahora ese hombre
que me mira fijamente desde la parada del autobús.


Un día no habrá pobres ni explotados, 
ni altos índices de mortalidad infantil, 
ni intereses bancarios.
Los poetas nos las veremos negras
con tanta felicidad.


Cuando el amarillo macilento de las palabras
y el seráfico gesto se aletargue en el tiempo,
grabaré
—sobre el fémur de mi esqueleto—
tu nombre, 
para que los gusanos se enteren
que se han comido a un poeta enamorado.


Quiero este epitafio para mi tumba:
«Se fue sin pagar».


Hay domingos
que no se sobrellevan.


¡Nunca seré ajeno a mí!


Las feministas están equivocadas en sus críticas.
Veamos, por ejemplo:
la vida,
la suerte,
la felicidad, 
la poesía,
la muerte,
la rosa, 
la ley,
etc.
Casi todo es femenino.
A nosotros los hombres,
sólo nos quedan
el poder
y el arbitrio.


Es tarde,
menos
para todo.


Seré claro: 
¡estoy harto de esforzarme
en no pensar en ti!


¡Ah!
Me olvidaba: 
te invito a mi autopsia.

Autorizado a vivir, 1981.


3 de mayo de 2021

Atención atención yo gritaba atención

Así como hay poetas de los que soy devota (ya se han vislumbrado unos cuantos por aquí), hay otros poetas de los que no lo soy, por diversos motivos. Muchas veces, como en el caso de hoy, son grandes poetas, poetas incluso muy admirados por todos (público y otros poetas), pero su resonancia en mí no llega a los niveles de gozo y resplandor de aquellos de los que sí soy dedicada vestal. En algunos casos es entendible (he explicado aquí, por ejemplo, por qué deploro la figura poética de Mario Benedetti y no soporto su edulcorada poética), en otros tal vez no tanto, como en el caso que me trajo hasta estas orillas hoy. Es cierto que a Gelman no lo he leído a fondo pero lo leí bastante; es cierto que algunos poemas me parecen muy buenos, incluso buenérrimos, incluso, como el que traigo, uno de los mejores de la poesía en lengua castellana, pero así y todo algo siempre termina por dejarme indiferente o por no decirme todo lo que al parecer les dice a otros. Y está bien, es imposible resonar en la misma frecuencia con todos a la vez. Pero ya que hoy se cumple un aniversario de su nacimiento aprovecho para compartir este poema que, tarde o temprano, lo iba a compartir de todos modos, pues lo considero, insisto, de los mejores que se han escrito en nuestra lengua. 
Y también aprovecho para contar que gracias a este poema nació una preciosa consigna de taller literario que siempre rindió excelentes frutos: tras leer el poema y hacer los análisis pertinentes, les pedía a mis alumnos que escribieran un poema reemplazando la palabra «mujer» en el primer verso por alguna otra de su interés o predilección y continuaran desenrendando ese ovillo a ver qué salía. Salían siempre hermosos poemas porque la potencia de esa comparación es tan terrible que sólo se puede ir a lugares de densa profundidad a partir de allí. Y también los invitaba, antes de escribir, a hacerse algunas preguntas, que aquí transcribo para quien quiera ir un poco más allá y hácerselas también. Si la poesía no nos llena de preguntas, después del asombro de habernos asomado a su mundo, algo no estaría funcionando bien...

quise invitarlos [a mis alumnos] a dejar volar la imaginación en alas de la poesía, instándolos a que se preguntaran cosas como ¿y cómo será una mujer que se parece a la palabra nunca? ¿qué características tendrá? ¿por qué Gelman dice atención atención yo gritaba atención? ¿no es cierto que cuando uno ama y es amado caen a pedazos la furia y la tristeza y que cuando no es correspondido es como estar muerto en vida? ¿y a qué les recuerda esto? ¿no se parece a la letra de un tango, sólo que en vez de decir «percanta que me amuraste...» dice «esa mujer...»? y así por el estilo.

Con ustedes, Juan Gelman y su «Gotán»: 

GOTÁN

Esa mujer se parecía a la palabra nunca,
desde la nuca le subía un encanto particular,
una especie de olvido donde guardar los ojos,
esa mujer se me instalaba en el costado izquierdo. 

Atención atención yo gritaba atención
pero ella invadía como el amor, como la noche,
las últimas señales que hice para el otoño
se acostaron tranquilas bajo el oleaje de sus manos. 

Dentro de mí estallaron ruidos secos,
caían a pedazos la furia, la tristeza,
la señora llovía dulcemente
sobre mis huesos parados en la soledad. 

Cuando se fue yo tiritaba como un condenado,
con un cuchillo brusco me maté
voy a pasar toda la muerte tendido con su nombre,
él moverá mi boca por la última vez.

Gotán, 1962.