Hay poetas que se nos quedan incrustados para siempre. No sólo por sus poemas o su particular manera de decir sino también por sus vidas y hasta por sus figuras. Ese es el caso, para mí, del poeta que les traigo hoy. Descuento que no es un desconocido para nadie, pero como el público se renueva y no confío demasiado en que a las jóvenes generaciones se les sigan enseñando los clásicos (porque él ya es un clásico del siglo XX sin dudas), mejor presentarlo como es debido.
Señoras y señores, con ustedes, Antonio Machado. No escucho bien esos aplausos, a ver, más fuerte.
Ahora sí. Machado, junto con Juan Ramón Jiménez, su hermano Manuel Machado y otros poetas e intelectuales españoles conformaron la llamada generación del 98, anterior, desde luego, a la ya mentada en este blog del 27. Ambas generaciones resultan indisolubles, en verdad, porque ambas se verán envueltas en la tragedia de la guerra civil española y deberán tomar partido por uno u otro bando, pero a la sazón es bueno establecer algunas diferencias entre ellas. Si la generación del 27 significó una ruptura y se ubicó a la vanguardia (especialmente con García Lorca), la generación del 98 viene a representar cierto clasicismo, bajo el notorio influjo del modernismo. Ya hablaré de modernismo, el primer movimiento literario puramente latinoamericano que influyó sobre España y no al revés, como solía ocurrir hasta entonces. El modernismo, cuyo padre seminal y celestial es Rubén Darío, el responsable, en mi opinión, de que la poesía en lengua castellana diera el salto definitivo hacia su independencia y esplendor, por decirlo de algún modo. Pero lo que realmente distingue a la generación del 98 es la profunda crisis espiritual por la que pasaba España precisamente en 1898 con la pérdida de sus posesiones en Cuba y el fin del imperio. Todo un mundo se había desmoronado y, por si fuera poco, un alemán loco andaba por ahí chillando que Dios había muerto. El impacto que esto y otras circunstancias (como la pronosticada «fin del mundo») tuvo sobre los hombres de esa generación es, en ocasiones, todavía inenarrable. A caballo entre dos épocas (que no terminaban de morir ni de nacer, un poco como nos toca a nosotros ahora), aquellos hombres hicieron lo que pudieron con ese escándalo trágico material y espiritual que les tocó vivir.
Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierras de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.
Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido
—ya conocéis mi torpe aliño indumentario—,
más recibí la flecha que me asignó Cupido,
y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.
Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.
Adoro la hermosura, y en la moderna estética
corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;
mas no amo los afeites de la actual cosmética,
ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.
Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.
¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera
mi verso, como deja el capitán su espada:
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador preciada.
Converso con el hombre que siempre va conmigo
—quien habla solo espera hablar a Dios un día—;
mi soliloquio es plática con ese buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.
Y al cabo, nada os debo; me debéis cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.
Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.
Campos de Castilla, 1917.
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