19 de abril de 2021

Como los hijos de la mar

Hay poetas que se nos quedan incrustados para siempre. No sólo por sus poemas o su particular manera de decir sino también por sus vidas y hasta por sus figuras. Ese es el caso, para mí, del poeta que les traigo hoy. Descuento que no es un desconocido para nadie, pero como el público se renueva y no confío demasiado en que a las jóvenes generaciones se les sigan enseñando los clásicos (porque él ya es un clásico del siglo XX sin dudas), mejor presentarlo como es debido. 
Señoras y señores, con ustedes, Antonio Machado. No escucho bien esos aplausos, a ver, más fuerte. 
Ahora sí. Machado, junto con Juan Ramón Jiménez, su hermano Manuel Machado y otros poetas e intelectuales españoles conformaron la llamada generación del 98, anterior, desde luego, a la ya mentada en este blog del 27. Ambas generaciones resultan indisolubles, en verdad, porque ambas se verán envueltas en la tragedia de la guerra civil española y deberán tomar partido por uno u otro bando, pero a la sazón es bueno establecer algunas diferencias entre ellas. Si la generación del 27 significó una ruptura y se ubicó a la vanguardia (especialmente con García Lorca), la generación del 98 viene a representar cierto clasicismo, bajo el notorio influjo del modernismo. Ya hablaré de modernismo, el primer movimiento literario puramente latinoamericano que influyó sobre España y no al revés, como solía ocurrir hasta entonces. El modernismo, cuyo padre seminal y celestial es Rubén Darío, el responsable, en mi opinión, de que la poesía en lengua castellana diera el salto definitivo hacia su independencia y esplendor, por decirlo de algún modo. Pero lo que realmente distingue a la generación del 98 es la profunda crisis espiritual por la que pasaba España precisamente en 1898 con la pérdida de sus posesiones en Cuba y el fin del imperio. Todo un mundo se había desmoronado y, por si fuera poco, un alemán loco andaba por ahí chillando que Dios había muerto. El impacto que esto y otras circunstancias (como la pronosticada «fin del mundo») tuvo sobre los hombres de esa generación es, en ocasiones, todavía inenarrable. A caballo entre dos épocas (que no terminaban de morir ni de nacer, un poco como nos toca a nosotros ahora), aquellos hombres hicieron lo que pudieron con ese escándalo trágico material y espiritual que les tocó vivir. 


Machado apeló a la sencillez, al tono bajo, a la confidencia, a todo lo que se alejara de la rimbombancia y el esperpento, a diferencia de su contemporáneo Ramón del Valle-Inclán, por ejemplo. Por eso su poesía permanece, perdura y no tiene rival, porque no necesita de artilugios ni de estrépitos para fulgurar. El poema que aquí traigo, uno de mis favoritos, bien podría ser tomado, además, como un arte poética digno de imitar.

RETRATO

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierras de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.

Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido
—ya conocéis mi torpe aliño indumentario—,
más recibí la flecha que me asignó Cupido,
y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.

Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.

Adoro la hermosura, y en la moderna estética
corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;
mas no amo los afeites de la actual cosmética,
ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.

Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.

¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera
mi verso, como deja el capitán su espada:
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador preciada.

Converso con el hombre que siempre va conmigo
—quien habla solo espera hablar a Dios un día—;
mi soliloquio es plática con ese buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.

Y al cabo, nada os debo; me debéis cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.

Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.

Campos de Castilla, 1917.

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