30 de abril de 2021

Alejandra Alejandra

Ayer podría/debería haber escrito sobre Pizarnik y me abstuve. Digo «podría» porque ha sido y sigue siendo una de mis máximas influencias poéticas y digo «debería» porque ayer se cumplió un nuevo aniversario de su nacimiento y hubo recuerdos, posteos, notas, panegíricos y jaculatorias de toda clase en las redes a propósito de ello. Me abstuve por eso, justamente, entre otras razones. No quería echar más leña a ese fuego idolátrico que arde desde el momento mismo en que se suicidó y que obnubila a muchos con su espeso humo narcotizante. Porque Alejandra es un narcótico, antes que cualquier otra cosa. Es imposible leerla y no sucumbir a su narcolepsia, es muy díficil no dejarse encantar, hay que estar muy templado para huir de sus cantos sirenaicos, que es justamente lo que no ocurre cuando uno la lee por primera vez, generalmente en la adolescencia, cuando más permeable y esponjosa está el alma. Durante muchos años estuve presa de esa narcosis de la cita perfectamente disimulada, de la brevedad rayana en el abismo, de los ingeniosos juegos de palabras y, oh, diablos, de la grandísima oscuridad. La poesía del hoyo, como la llamábamos con un queridísimo amigo. El regodeo en el mal. La doleur exquise. Hundir el cuchillo siempre más allá de la carne y revolver hasta descarnar, hasta encontrar el hueso, hasta drenar las médulas, hasta volver cenizas todo. 
¿Cómo sustraerse de algo semejante cuando se es un adolescente atolondrado e indocumentado, tratando de encontrar su lugar en el mundo? ¿Cómo no volverse fanático si Alejandra representa lo mismo que la tríada de los veintisiete en el rock (Jim Morrison, Janis Joplin, Jimi Hendrix)? ¿Cómo no rendirle pleitesía si en su infinita brevedad nos decía más que todas las palabras de este mundo juntas? Y luego, aunque los años pasaran y otros poetas vinieran a decirnos que había otros modos de hacer poesía y hasta que no era nuestro destino suicidarnos si deseábamos escribir poesía tal como parecía mandar la tradición de los poetas y los rockeros malditos citados, la estela de su incienso envenenado seguía presente, impregnada en nuestras fosas nasales, recordada y celebrada cada vez que se la leía y se reafirmaba esa idea y esa sensación de impotencia al pensar «Dios mío, nunca voy a escribir así», suponiéndole al «así» todas las cualidades imaginables, todas ausentes, por supuesto, de nuestra pobre praxis poética. Por eso digo que me costó muchos años desprenderme, un poco, de su idolatría y por eso ayer preferí guardar silencio y compartir algún verso perdido en la marea de Facebook como un modo de decir «presente» y nada más. Su pregnancia es tan excesiva (o mejor dicho, la pregnancia del personaje, del mito) como lo fue la de Rubén Darío en su tiempo (ya hablaré también de Darío, cómo no hablar de Darío). Pero hoy, al leer una reflexión de la poeta y crítica Anahí Mallol, que luego transcribo, decidí que era un buen momento para expresar estas y algunas otras palabras sobre una influencia tan determinante no sólo en mi poesía sino también en mi vida. 
Alejandra estuvo conmigo desde el vamos: recuerdo que en una de las primeras antologías de poesía que compré cuando en lugar de ir al colegio me rateaba y me iba a vagabundear por las calles de Quilmes (shhh), estaban sus poemas y me deslumbraron al instante, por supuesto. Amor a primera vista, amor a primera leída. Y luego, mientras la seguía leyendo y la iba conociendo y adentrándome en el personaje y en el mito la idolatría campeaba a sus anchas y siempre me parecía que nunca jamás de los jamases ninguna otra poeta me iba a gustar tanto como ella pero... ah, mis amigos, gracias a Dios luego conocí a Olga Orozco y luego a Amelia Biagioni y entonces comprendí que podía haber poetas que incluso me gustaran más y que, vaya paradoja, eran las mismas que ella idolatraba. Me conmovió hasta lo indecible leer la carta que le dirigió a Biagioni, por ejemplo, luego de leer su estupendo poemario El humo. Una vez más se me hizo patente aquello que decía Eliot acerca de la comunión espiritual que une a los poetas de todo tiempo y lugar. Luego conocí a Carmen Bruna (ya hablaré de ella también), a Liliana Lukin, a Leonor García Hernando y entendí que había más, muchísimo más de lo que la idolatriosis me permitía sospechar. Está muy bien tener ídolos y adorarlos, más cuando se es tan joven y vulnerable, pero llega un momento en que hay que dejarlos ir y abrazar otros amores, otras causas, otras formas de la infinita e inefable poesía. Porque su maravilla es tal que nos muestra que siempre hay, aunque digan que no, un más allá. 



La reflexión de Anahí Mallol: 

ayer leí algunas notas sobre Pizarnik. conclusiones (salvo honrosas excepciones, como la del amigo Gigena):
1. no hubiera cumplido 85. Pizarnik es siempre joven. encarna la fuerza de lo joven.
2. si escribís, y escribís bien, no te suicides, porque te vas a convertir en un cliché.
3. el personaje Pizarnik logró que su obra fuera conocida por mucha gente.
4. el personaje Pizarnik impide (en muchos casos) que se la lea más allá del personaje.

Le puse, desde luego, un evidente «me encanta» y no sólo un like porque da en el clavo en todos los puntos. 
Cierro con uno de mis poemas favoritos (de los primerísimos que leí) y los invito a que, si pueden, la lean más allá, mucho más allá, del personaje y del cegador mito. 

13

explicar con palabras de este mundo
que partió de mí un barco llevándome

Árbol de Diana, 1962.

P. D.: Además, comparto con ella estas tres coincidencias: 1) Nací en Avellaneda; 2) Ella nació el mismo día que mi madre y 3) Tenemos las mismas iniciales (salvo que se invoque el Flora, claro).

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