7 de abril de 2021

El milagro de la poesía (y de la amistad)

No es un secreto para nadie que soy bibliófila. O, más bien, bibliómana, porque no tengo ese TOC de no dejar que nadie toque los libros ni ando persiguiendo ediciones raras (bueno, es un decir) ni gasto fortunas en... ehm, bueno, se entendió lo que quiero decir. Vivo entre libros desde mi más temprana adolescencia. En otro lado ya he hablado sobre mi primer libro leído casi motu proprio (pueden enterarse cuál fue aquí) y cómo de a poco se fue armando mi biblioteca. Desde el vamos aposté por los libros usados, no sólo porque eran más accesibles sino porque siempre cuentan más historias de las que efectivamente traen.
En estos tiempos pandémicos y horripilantes que nos toca transitar, los libros se volvieron todavía más indispensables en este hogar, a pesar de que ya casi no hay lugar donde ponerlos y de que ya no compro los libros que solía comprar. Sigo comprando usados, por supuesto, pero he variado mucho las temáticas, por diversas razones. Patagonia y todo lo que tenga que ver con el Atlántico Sur se volvió una obsesión que antes no existía, y con cada vez más ahínco compro libros de ciencia, sobre todo de divulgación científica, que es lo que mi menguado entendimiento puede asimilar con más facilidad. Y también me he decantado mucho, en los últimos tiempos, por los libros de historia argentina, también los de historia en general, las biografías y los libros que podríamos llamar "de curiosidades". Antes, por eso marco esto, solamente compraba literatura y, a lo sumo, como ñoña de Letras, libros de crítica y teoría literaria, alguna cosa medio rara y nada más. Y poesía, desde luego, toneladas de poesía. Pero de la literatura ya me cansé un poco o compro solamente los clásicos que aún me faltan y voy en búsqueda de otros mundos desconocidos e igual de fascinantes: ahora, por ejemplo, estoy leyendo un libro que relata novelescamente el nacimiento de la paleontología y los primeros estudios arqueo-geológicos, por así decirlo. El autor es un simpático señor francés que, como si se tratara de un cuento, va develando las historias detrás de los primeros hombres que se encontraron o bien con restos fósiles o bien con pinturas rupestres y empezaron a estudiarlos con detenimiento hasta convertir eso en sendas ciencias. Es tan fascinante como la mejor novela y antes, digamos hace diez o quince años, no se me hubiera ocurrido ni por las tapas comprar, mucho menos leer, un libro semejante.
Así las cosas, con toda la cuestión pandémica se impusieron las compras on line y el delivery de libros. Hoy fue día de recibir cajita con libros, una felicidad total para todas las habitantes de esta casa: para mí, por los libros, y para mis gatas, por la caja (no conozco gato alguno que no ame las cajas). Entre todas las maravillas que le compré a mi máximo librero de confianza (no se enojen los otros dos libreros de confianza, eh), el tío Alfred E. Vonnegut, vino además un librillo de regalo: Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, uno de los clásicos de Rainer María Rilke.
Y aquí vamos con lo que nos convoca en este blog: Rilke fue uno de mis primerísimos alimentos iniciáticos en la poesía gracias a una profesora del Colegio Nacional de Quilmes. Cuando supo de mis veleidades poéticas, tuvo el excelente tino de prestarme las Cartas a un joven poeta de Rilke, que todo aspirante a poeta, joven o no, debería leer obligatoriamente antes de siquiera sentarse a escribir la primera sílaba de un posible verso, pues allí lo tiene todo. De hecho, en el CdP original hay numerosas citas de las Cartas que ya transcribiré. La cosa es que me puse a hojear el librillo de regalo y me encontré con el recorte que ilustra este posteo delicadamente posado entre sus páginas, uno de esos regalos que nos hace el universo o la poesía o el arte cada tanto. Mejor dicho, cada vez que compramos un libro usado que, como dije, trae más historias que las que efectivamente trae. Transcribo las palabras de Rilke y me apresto a leer los Cuadernos de Malte... ni bien termine con la novela de la paleontología.
Así da gusto ser bibliómana y tener semejantes dealers amigos. 


EL MILAGRO DE LA POESÍA 
Los versos no son, como creen algunos, simples sentimientos: son experiencias. Para escribir un solo verso, hay que haber visto muchas ciudades, muchos hombres y muchas cosas; hay que conocer a los animales, hay que haber sentido el vuelo de los pájaros y saber qué movimientos hacen las flores pequeñas al abrirse por la mañana. Es necesario poder pensar en caminos de regiones desconocidas, en encuentros inesperados, en despedidas que uno veía llegar desde hace tiempo; en días de infancia que resultan todavía misteriosos; en los padres a los que se mortificaba cuando traían una alegría que no se comprendía (era una alegría hecha para otros); en enfermedades de infancia que comienzan tan extrañamente, con tan profundas y graves transformaciones; en días pasados en habitaciones tranquilas y recogidas, en mañanas al borde del mar, en el mismo mar, en mares, en noches de viaje que se agitaban muy alto y volaban con todas las estrellas. Y no es suficiente saber pensar en todo esto. Hace falta tener recuerdos de muchas noches de amor, cada una de ellas distinta de las otras, de gritos de parturientas y de paridas leves, blancas y durmientes, que se cierran. Es necesario también haber estado junto a los moribundos, es necesario haber permanecido sentado junto a los muertos, en la habitación, con las ventanas abiertas, y los ruidos que irrumpen como golpes. Y tampoco basta tener recuerdos. Es necesario saber olvidarlos cuando son muchos, y hay que tener la inmensa paciencia de esperar que vuelvan.
Los cuadernos de Malte Laurids Brigge

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