27 de abril de 2021

Charlas de café

Observo complacida que ya en el 2001 había leído este libro y volcado unos cuantos fragmentos en el CdP, bajo el epígrafe «Una curiosidad, una más, una de tantas», porque otra de las funciones o metas del cuaderno era la de reunir curiosidades, delikatessens, rarities. Y entonces suponía, con buen tino, que las Charlas de café de don Santiago Ramón y Cajal lo eran. Y lo son. Sobre todo porque su autor fue el pionero, por así decirlo, de las neurociencias, o, mejor dicho, de la neuroanatomía. Con medios muy rudimentarios como los microscopios de principios del siglo XX, Ramón y Cajal se entregó al estudio, la observación y el discernimiento de lo que ocurría en el tejido neuronal. Y llevó esa observación a punto tal que logró dibujar y bosquejar esas intrincadas mareas dendríticas, como puede verse en el enlace que dejo bajo su nombre. También publicó numerosos libros sobre la cuestión, así como artículos, algunos de los cuales tenemos la dicha de resguardar y ofrecer en el repositorio, publicados en una de las primeras revistas científicas universitarias de nuestro país, como este o este. Pero como todo gran científico, Ramón y Cajal también era un gran artista, un fínisimo observador de todo lo que lo circundaba y acontecía y por eso fue capaz de hacer aseveraciones como las siguientes: 

En los ingenios, como en las higueras, el primer fruto es la breva, que suele ser insípida, aparatosa y grande; esperemos, para emitir juicio, el brote de los higos. 

Gran deleite procura la lectura de los buenos autores; pero, en compensación, nos acarrean muchas desilusiones. Porque en esas páginas, febrilmente devoradas, solemos sorprender ¡quién lo dijera! los pensamientos más íntimamente nuestros. A menudo, después de acabar una lectura atrayente, pensamos, con amargura y desaliento, ¡nos han plagiado!

Como la espada de buen temple, la obra literaria debe forjarse en caliente, limarse en frío y probarse en duro; es decir, en el blanco de la oposición y de la controversia.

Gustan mucho las frivolidades amenas y los juegos de ingenio; sin embargo, sólo interesan y perduran positivamente las obras que se escribieron con sangre y entre las angustias del dolor.

Un libro antiguo sincero, aunque mediocremente escrito, posee siempre valor histórico inestimable. Nos da a conocer el sentir y pensar de la Humanidad fenecida, maestra y rectora de la actual y nos enseña la turbadora verdad de que el hombre ha sido siempre el mismo.

«El estilo es el hombre», decía, según es harto sabido, el gran Buffon. Menos conciso, pero más exacto, fuera expresar que el estilo es casi siempre una transacción entre el hombre y su careta, entre lo que realmente es y lo que le obliga a ser la fascinación irresistible de la escuela literaria dominante. Ni hay que olvidar el efecto decisivo de la cultura y de la experiencia del mundo.

Ocurre con los adjetivos lo que con los billetes de Banco: se deprecian de día en día.

La obra genial es comparable a un germen dotado de vida autonóma, nutrido por la admiración y la crítica comprensivas, y productor de infinitos retoños, luego de alcanzar pleno desarrollo.

Quimérico parece, como ya expresó el viejo Horacio, pretender agradar a todos. Habría que escribir un libro para cada lector, y hasta para cada época de la evolución mental de éste. Como el proyectil, cada obra sólo puede herir de lleno un corazón.

Encerrarnos, por exquisitos y refinados, en la consabida torre de marfil, puede conducirnos a la lúgubre soledad de la torre del silencio.

Charlas de café, 1920.

P. S.: A pesar de ya tener una edición de las Charlas de café, viejita, amarillenta y entrañable de la colección Austral de Espasa-Calpe, este año tuve la posibilidad de adquirir la reedición del Fondo de Cultura Económica (que ilustra este posteo) y que recomiendo vivamente a quien pueda que lo haga. Allí, en su introducción, Francisco Fuster afirma: «Y es que, si algo molestaba profundamente a Ramón y Cajal, que además de una eminencia de la medicina fue, por encima de todo, un sabio humanista y un intelectual comprometido cuya sed de conocimiento nunca se limitó al ámbito estricto de su especialidad, era esa actitud inquisitiva y envidiosa de quienes pensaban que la literatura era un coto vedado cuyo acceso sólo estaba permitido a unos pocos. Para él, la vocación del investigador que entrega su vida a la ciencia era perfectamente compatible con la pasión del erudito que todo lo quiere leer y con la curiosidad del hombre que gusta de pasear por la ciudad y de charlar con los amigos en la tertulia del café, allí donde todo es opinable y no existe más autoridad que la que se impone a través de la amena y respetuosa discusión entre iguales». 
P. S. bis: El mundo visto a los ochenta años es otra de estas delikatenssens de Ramón y Cajal que recomiendo vivamente.

1 comentario:

Marcelo di Marco dijo...

¡Excelente semblanza, por una gran escritora!