30 de abril de 2021

Alejandra Alejandra

Ayer podría/debería haber escrito sobre Pizarnik y me abstuve. Digo «podría» porque ha sido y sigue siendo una de mis máximas influencias poéticas y digo «debería» porque ayer se cumplió un nuevo aniversario de su nacimiento y hubo recuerdos, posteos, notas, panegíricos y jaculatorias de toda clase en las redes a propósito de ello. Me abstuve por eso, justamente, entre otras razones. No quería echar más leña a ese fuego idolátrico que arde desde el momento mismo en que se suicidó y que obnubila a muchos con su espeso humo narcotizante. Porque Alejandra es un narcótico, antes que cualquier otra cosa. Es imposible leerla y no sucumbir a su narcolepsia, es muy díficil no dejarse encantar, hay que estar muy templado para huir de sus cantos sirenaicos, que es justamente lo que no ocurre cuando uno la lee por primera vez, generalmente en la adolescencia, cuando más permeable y esponjosa está el alma. Durante muchos años estuve presa de esa narcosis de la cita perfectamente disimulada, de la brevedad rayana en el abismo, de los ingeniosos juegos de palabras y, oh, diablos, de la grandísima oscuridad. La poesía del hoyo, como la llamábamos con un queridísimo amigo. El regodeo en el mal. La doleur exquise. Hundir el cuchillo siempre más allá de la carne y revolver hasta descarnar, hasta encontrar el hueso, hasta drenar las médulas, hasta volver cenizas todo. 
¿Cómo sustraerse de algo semejante cuando se es un adolescente atolondrado e indocumentado, tratando de encontrar su lugar en el mundo? ¿Cómo no volverse fanático si Alejandra representa lo mismo que la tríada de los veintisiete en el rock (Jim Morrison, Janis Joplin, Jimi Hendrix)? ¿Cómo no rendirle pleitesía si en su infinita brevedad nos decía más que todas las palabras de este mundo juntas? Y luego, aunque los años pasaran y otros poetas vinieran a decirnos que había otros modos de hacer poesía y hasta que no era nuestro destino suicidarnos si deseábamos escribir poesía tal como parecía mandar la tradición de los poetas y los rockeros malditos citados, la estela de su incienso envenenado seguía presente, impregnada en nuestras fosas nasales, recordada y celebrada cada vez que se la leía y se reafirmaba esa idea y esa sensación de impotencia al pensar «Dios mío, nunca voy a escribir así», suponiéndole al «así» todas las cualidades imaginables, todas ausentes, por supuesto, de nuestra pobre praxis poética. Por eso digo que me costó muchos años desprenderme, un poco, de su idolatría y por eso ayer preferí guardar silencio y compartir algún verso perdido en la marea de Facebook como un modo de decir «presente» y nada más. Su pregnancia es tan excesiva (o mejor dicho, la pregnancia del personaje, del mito) como lo fue la de Rubén Darío en su tiempo (ya hablaré también de Darío, cómo no hablar de Darío). Pero hoy, al leer una reflexión de la poeta y crítica Anahí Mallol, que luego transcribo, decidí que era un buen momento para expresar estas y algunas otras palabras sobre una influencia tan determinante no sólo en mi poesía sino también en mi vida. 
Alejandra estuvo conmigo desde el vamos: recuerdo que en una de las primeras antologías de poesía que compré cuando en lugar de ir al colegio me rateaba y me iba a vagabundear por las calles de Quilmes (shhh), estaban sus poemas y me deslumbraron al instante, por supuesto. Amor a primera vista, amor a primera leída. Y luego, mientras la seguía leyendo y la iba conociendo y adentrándome en el personaje y en el mito la idolatría campeaba a sus anchas y siempre me parecía que nunca jamás de los jamases ninguna otra poeta me iba a gustar tanto como ella pero... ah, mis amigos, gracias a Dios luego conocí a Olga Orozco y luego a Amelia Biagioni y entonces comprendí que podía haber poetas que incluso me gustaran más y que, vaya paradoja, eran las mismas que ella idolatraba. Me conmovió hasta lo indecible leer la carta que le dirigió a Biagioni, por ejemplo, luego de leer su estupendo poemario El humo. Una vez más se me hizo patente aquello que decía Eliot acerca de la comunión espiritual que une a los poetas de todo tiempo y lugar. Luego conocí a Carmen Bruna (ya hablaré de ella también), a Liliana Lukin, a Leonor García Hernando y entendí que había más, muchísimo más de lo que la idolatriosis me permitía sospechar. Está muy bien tener ídolos y adorarlos, más cuando se es tan joven y vulnerable, pero llega un momento en que hay que dejarlos ir y abrazar otros amores, otras causas, otras formas de la infinita e inefable poesía. Porque su maravilla es tal que nos muestra que siempre hay, aunque digan que no, un más allá. 



La reflexión de Anahí Mallol: 

ayer leí algunas notas sobre Pizarnik. conclusiones (salvo honrosas excepciones, como la del amigo Gigena):
1. no hubiera cumplido 85. Pizarnik es siempre joven. encarna la fuerza de lo joven.
2. si escribís, y escribís bien, no te suicides, porque te vas a convertir en un cliché.
3. el personaje Pizarnik logró que su obra fuera conocida por mucha gente.
4. el personaje Pizarnik impide (en muchos casos) que se la lea más allá del personaje.

Le puse, desde luego, un evidente «me encanta» y no sólo un like porque da en el clavo en todos los puntos. 
Cierro con uno de mis poemas favoritos (de los primerísimos que leí) y los invito a que, si pueden, la lean más allá, mucho más allá, del personaje y del cegador mito. 

13

explicar con palabras de este mundo
que partió de mí un barco llevándome

Árbol de Diana, 1962.

P. D.: Además, comparto con ella estas tres coincidencias: 1) Nací en Avellaneda; 2) Ella nació el mismo día que mi madre y 3) Tenemos las mismas iniciales (salvo que se invoque el Flora, claro).

28 de abril de 2021

Huesitos ganglios médulas

Venía pensando en otra cosa para compartir hoy pero la dejaré para mañana, habida cuenta de que hoy se cumple un nuevo aniversario de la desaparición física de la poeta uruguaya Idea Vilariño. El 28 de abril de 2009 nos dejó pero no sin antes haber escrito y publicado algunos de los poemas más maravillosos, lacerantes y descarnados de la poesía en lengua castellana. No tengo término medio con Idea: la idolatro profundamente desde la primera vez que la leí hace por lo menos treinta años en una antología de poesía hispanoamericana editada por el CEAL (¡cuándo no!). Cuando leí esa irrepetible maravilla de "Ya no", que no postearé porque lamentablemente ya se ha transformado en un lugar común y demasiado transitado de su poética, quedé completamente absorta, enloquecida y abismada con su poesía y así me mantengo. Con los años la fui encontrando en otras antologías, luego en la internés y finalmente hace ya unos años me auto-regalé su Poesía completa, como debe ser. Leerla de un tirón fue una de esas experiencias tan traumáticas como fructíferas, porque así es su decir poético: arrasa, aniquila, llega al hueso y no contenta con haber abierto calientes cauces para las médulas que todavía gloriamente arden sigue horadando más y más, hasta llevar todo al extremo, al límite de lo tolerable. Y su forma de lograr eso es el espartano laconismo de sus versos, la aparente simplicidad de formas y palabras, pero esa simplicidad es más mortal que un estilete y sólo un inmenso dolor es capaz de brindarle ese cauterio vuelto palabras a alguien. Por si fuera poco, me identifico tanto con su historia de amor/desamor con Onetti que ya todo adquiere ribetes de escándalo entre Idea y yo. Se la ama o se la deja pasar indiferente a su magia y su noctámbulo hechizo. Yo estoy hechizada desde la primera vez que leí aquel tremendo "Ya no". Ojalá ustedes también se hechicen ahora.



ESTO

Esto que va que viene
que llevamos traemos
de un lado a otro
huesitos ganglios médulas
la voz el tacto dulce
el cristalino
el pubis
esto que cada noche
guardamos
frágil cosa
todo esto
qué es esto
sangre
aliento
piel
nada.


LOS ADIOSES

Morirse
no morirse
y estarse triste repartiendo adioses
moviendo
adiós
apenas
el pobre corazón como un pañuelo.


DÓNDE

Dónde el sueño cumplido
y dónde el loco amor
que todos
o que algunos
siempre
tras la serena máscara
pedimos de rodillas.


Idea Vilariño
Poesía completa, 2012.

27 de abril de 2021

Charlas de café

Observo complacida que ya en el 2001 había leído este libro y volcado unos cuantos fragmentos en el CdP, bajo el epígrafe «Una curiosidad, una más, una de tantas», porque otra de las funciones o metas del cuaderno era la de reunir curiosidades, delikatessens, rarities. Y entonces suponía, con buen tino, que las Charlas de café de don Santiago Ramón y Cajal lo eran. Y lo son. Sobre todo porque su autor fue el pionero, por así decirlo, de las neurociencias, o, mejor dicho, de la neuroanatomía. Con medios muy rudimentarios como los microscopios de principios del siglo XX, Ramón y Cajal se entregó al estudio, la observación y el discernimiento de lo que ocurría en el tejido neuronal. Y llevó esa observación a punto tal que logró dibujar y bosquejar esas intrincadas mareas dendríticas, como puede verse en el enlace que dejo bajo su nombre. También publicó numerosos libros sobre la cuestión, así como artículos, algunos de los cuales tenemos la dicha de resguardar y ofrecer en el repositorio, publicados en una de las primeras revistas científicas universitarias de nuestro país, como este o este. Pero como todo gran científico, Ramón y Cajal también era un gran artista, un fínisimo observador de todo lo que lo circundaba y acontecía y por eso fue capaz de hacer aseveraciones como las siguientes: 

En los ingenios, como en las higueras, el primer fruto es la breva, que suele ser insípida, aparatosa y grande; esperemos, para emitir juicio, el brote de los higos. 

Gran deleite procura la lectura de los buenos autores; pero, en compensación, nos acarrean muchas desilusiones. Porque en esas páginas, febrilmente devoradas, solemos sorprender ¡quién lo dijera! los pensamientos más íntimamente nuestros. A menudo, después de acabar una lectura atrayente, pensamos, con amargura y desaliento, ¡nos han plagiado!

Como la espada de buen temple, la obra literaria debe forjarse en caliente, limarse en frío y probarse en duro; es decir, en el blanco de la oposición y de la controversia.

Gustan mucho las frivolidades amenas y los juegos de ingenio; sin embargo, sólo interesan y perduran positivamente las obras que se escribieron con sangre y entre las angustias del dolor.

Un libro antiguo sincero, aunque mediocremente escrito, posee siempre valor histórico inestimable. Nos da a conocer el sentir y pensar de la Humanidad fenecida, maestra y rectora de la actual y nos enseña la turbadora verdad de que el hombre ha sido siempre el mismo.

«El estilo es el hombre», decía, según es harto sabido, el gran Buffon. Menos conciso, pero más exacto, fuera expresar que el estilo es casi siempre una transacción entre el hombre y su careta, entre lo que realmente es y lo que le obliga a ser la fascinación irresistible de la escuela literaria dominante. Ni hay que olvidar el efecto decisivo de la cultura y de la experiencia del mundo.

Ocurre con los adjetivos lo que con los billetes de Banco: se deprecian de día en día.

La obra genial es comparable a un germen dotado de vida autonóma, nutrido por la admiración y la crítica comprensivas, y productor de infinitos retoños, luego de alcanzar pleno desarrollo.

Quimérico parece, como ya expresó el viejo Horacio, pretender agradar a todos. Habría que escribir un libro para cada lector, y hasta para cada época de la evolución mental de éste. Como el proyectil, cada obra sólo puede herir de lleno un corazón.

Encerrarnos, por exquisitos y refinados, en la consabida torre de marfil, puede conducirnos a la lúgubre soledad de la torre del silencio.

Charlas de café, 1920.

P. S.: A pesar de ya tener una edición de las Charlas de café, viejita, amarillenta y entrañable de la colección Austral de Espasa-Calpe, este año tuve la posibilidad de adquirir la reedición del Fondo de Cultura Económica (que ilustra este posteo) y que recomiendo vivamente a quien pueda que lo haga. Allí, en su introducción, Francisco Fuster afirma: «Y es que, si algo molestaba profundamente a Ramón y Cajal, que además de una eminencia de la medicina fue, por encima de todo, un sabio humanista y un intelectual comprometido cuya sed de conocimiento nunca se limitó al ámbito estricto de su especialidad, era esa actitud inquisitiva y envidiosa de quienes pensaban que la literatura era un coto vedado cuyo acceso sólo estaba permitido a unos pocos. Para él, la vocación del investigador que entrega su vida a la ciencia era perfectamente compatible con la pasión del erudito que todo lo quiere leer y con la curiosidad del hombre que gusta de pasear por la ciudad y de charlar con los amigos en la tertulia del café, allí donde todo es opinable y no existe más autoridad que la que se impone a través de la amena y respetuosa discusión entre iguales». 
P. S. bis: El mundo visto a los ochenta años es otra de estas delikatenssens de Ramón y Cajal que recomiendo vivamente.

23 de abril de 2021

Escucho con mis ojos a los muertos

Día del Libro. Ya dije en otro lugar que no soy muy adepta al «día de...» pero en algunas ocasiones estos supuestos días de resultan una excelente excusa para hablar sobre algunas cuestiones. Ya he hablado también de mi bibliomanía (en el posteo ya citado y en otros). Ya he hablado, incluso, de mi primer libro, en el sentido de mi primer libro leído y degustado con fascinación inagotable. Ya he, incluso, como verán si se dirigen al primer posteo citado, puesto este mismo poema en circulación, pero qué importa. Es otro de mis padres nutricios y su poesía debería leerse en todo tiempo y lugar, sin tasa alguna. No obstante, antes de compartirlo me gustaría agregar que así como no concibo la vida sin música (lo cual constituiría un error, como ya dijo —o dicen que dijo— Nietzsche), tampoco la concibo sin libros, esa extensión de nuestro «celebro», como dijera Borges (y Cervantes). Es por eso que incluso al día de hoy la tecnología del libro es insuperable y no hay lugar para las diatribas acerca de su pregonada desaparición que todavía nos encendían hace algunos años. Que se publica una cantidad infernal de bazofia es indiscutible. Que probablemente el 70 u 80 % de lo que se publica no debería publicarse, por numerosas razones, también. Que hay pillos, pillastres y toda clase de bandidos en el mundo editorial, también. Pero que así y todo los libros siguen siendo el mejor refugio cuando la realidad nos obsede (y cuando no también) y que no hay vehículo mejor ni más adaptable para el saber es indudable. 
Y ahora vayamos al poema que ya compartí hace 11 años y que vuelvo a compartir, pero esta vez con un poco de análisis, si gustan acompañarme: 

DESDE LA TORRE

Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos.

Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.

Las grandes almas, que la muerte ausenta,
de injurias de los años vengadoras,
libra, ¡oh gran don Joseph!, docta la emprenta.

En fuga irrevocable huye la hora;
pero aquélla el mejor cálculo cuenta
que en la lección y estudios nos mejora.

Parnaso español, 1648.

Estamos frente a un poema conceptista. Barroco y conceptista, para más datos, aunque no de los más intrincados y opacos, dado que es un poema celebratorio, suerte de ofrenda. Es, además, un soneto, la forma poética preferida del Barroco, si bien no la única. Los conceptistas, entre quienes Quevedo es uno de sus máximos exponentes, sino el máximo, procuraban decir mucho con muy poco y apelaban, ante todo, a la ingeniosidad en los conceptos y en sus vinculaciones. Prueba de ello son los versos sinestésicos de las primeras dos estrofas, en los que constantemente unos sentidos se trocan con otros y así el poeta nos dice que «escucha con los ojos» (es decir, lee) a los muertos o bien que «vive en conversación» (otra forma de apelar a la lectura) también con los que ya se han ido (pero cuyas obras quedan sólidamente guardadas en esos artefactos llamados «libros»). Como siempre en el Barroco, además, aparece la obligada referencia a la fugacidad del tiempo y de la vida («en fuga irrevocable huye la hora»), pero como bien sabemos ningún tiempo es perdido ni huye a sitio alguno si lo pasamos con un libro. Ese señor Joseph allí mencionado era, como se supo luego con el correr de las centurias, algo así como el editor de Quevedo y es a quien el poema le está dedicado, ya que el poeta se hallaba recluido en la Torre de Juan Abad, de allí entonces su título. Este poema me encanta y representa tanto porque siempre sentí que era eso lo que ocurría al leer: uno se retira de este mundo y todas sus maquinaciones para ir a conversar con los que ya no están o los que fueron ciertos muchísimo antes que nosotros y su conversación siempre es fecundante, plena, fabulosa. Los libros nunca defraudan, acompañan, protegen, alumbran, iluminan, dulcifican, enseñan y por si todo esto fuera poco nos dan nuestras verdaderas alas. 

22 de abril de 2021

Siempre otoño

Hora de volver a esta burbuja coronacoso-free luego de algunos días lejos, por diversos motivos. 
Otro de los grandes tópicos de la poesía (ya me he referido al tópico «gatos») es el otoño. Curiosamente, al menos en mi percepción, son más y más hermosos los poemas dedicados al otoño que a la primavera, siendo que ésta es, como todos sabemos, la estación de las flores, los pájaros y el verde renaciente. El otoño fue, también (como pasó con los amados gatos), el tema de uno de los números especiales de La Granda Milito, aquel boletín literario electrónico que tantas felicidades nos deparó a sus editores en los inicios de este siglo. Allí nos dimos cuenta de la cantidad inmarcesible de poemas (y los más variados textos) que hacían referencia al otoño y, por mi parte, siempre con mi alma de antóloga ingobernable, seguí juntando poemas sobre el otoño incluso muchos años después de haber publicado el último número de LGM. Algún día armaré esas antologías poéticas con las que siempre sueño (y para las que voy guardando esos poemas). 


Mientras tanto, uno de esos poemas con los que me crucé a la vuelta de los años, de una poeta nicaragüense, muy amiga de Cortázar (razón suficiente para aunque más no sea pispearla) que, una vez más, apela a la más rotunda sencillez para decir lo suyo y se deja de vacuidades y zarandajas inanes. Seamos más como Claribel y menos como Nico Andreoli y otros esperpentos calcinados y escupidos por la repugnante posmodernidad.

OTOÑO

Has entrado al otoño
me dijiste
y me sentí temblar
hoja encendida
que se aferra a su tallo
que se obstina
que es párpado amarillo
y luz de vela
danza de vida
y muerte
claridad suspendida
en el eterno instante
del presente.

Claribel Alegría

19 de abril de 2021

Como los hijos de la mar

Hay poetas que se nos quedan incrustados para siempre. No sólo por sus poemas o su particular manera de decir sino también por sus vidas y hasta por sus figuras. Ese es el caso, para mí, del poeta que les traigo hoy. Descuento que no es un desconocido para nadie, pero como el público se renueva y no confío demasiado en que a las jóvenes generaciones se les sigan enseñando los clásicos (porque él ya es un clásico del siglo XX sin dudas), mejor presentarlo como es debido. 
Señoras y señores, con ustedes, Antonio Machado. No escucho bien esos aplausos, a ver, más fuerte. 
Ahora sí. Machado, junto con Juan Ramón Jiménez, su hermano Manuel Machado y otros poetas e intelectuales españoles conformaron la llamada generación del 98, anterior, desde luego, a la ya mentada en este blog del 27. Ambas generaciones resultan indisolubles, en verdad, porque ambas se verán envueltas en la tragedia de la guerra civil española y deberán tomar partido por uno u otro bando, pero a la sazón es bueno establecer algunas diferencias entre ellas. Si la generación del 27 significó una ruptura y se ubicó a la vanguardia (especialmente con García Lorca), la generación del 98 viene a representar cierto clasicismo, bajo el notorio influjo del modernismo. Ya hablaré de modernismo, el primer movimiento literario puramente latinoamericano que influyó sobre España y no al revés, como solía ocurrir hasta entonces. El modernismo, cuyo padre seminal y celestial es Rubén Darío, el responsable, en mi opinión, de que la poesía en lengua castellana diera el salto definitivo hacia su independencia y esplendor, por decirlo de algún modo. Pero lo que realmente distingue a la generación del 98 es la profunda crisis espiritual por la que pasaba España precisamente en 1898 con la pérdida de sus posesiones en Cuba y el fin del imperio. Todo un mundo se había desmoronado y, por si fuera poco, un alemán loco andaba por ahí chillando que Dios había muerto. El impacto que esto y otras circunstancias (como la pronosticada «fin del mundo») tuvo sobre los hombres de esa generación es, en ocasiones, todavía inenarrable. A caballo entre dos épocas (que no terminaban de morir ni de nacer, un poco como nos toca a nosotros ahora), aquellos hombres hicieron lo que pudieron con ese escándalo trágico material y espiritual que les tocó vivir. 


Machado apeló a la sencillez, al tono bajo, a la confidencia, a todo lo que se alejara de la rimbombancia y el esperpento, a diferencia de su contemporáneo Ramón del Valle-Inclán, por ejemplo. Por eso su poesía permanece, perdura y no tiene rival, porque no necesita de artilugios ni de estrépitos para fulgurar. El poema que aquí traigo, uno de mis favoritos, bien podría ser tomado, además, como un arte poética digno de imitar.

RETRATO

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierras de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.

Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido
—ya conocéis mi torpe aliño indumentario—,
más recibí la flecha que me asignó Cupido,
y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.

Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.

Adoro la hermosura, y en la moderna estética
corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;
mas no amo los afeites de la actual cosmética,
ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.

Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.

¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera
mi verso, como deja el capitán su espada:
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador preciada.

Converso con el hombre que siempre va conmigo
—quien habla solo espera hablar a Dios un día—;
mi soliloquio es plática con ese buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.

Y al cabo, nada os debo; me debéis cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.

Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.

Campos de Castilla, 1917.

15 de abril de 2021

El estaño del estruendo

Días pasados en este mismo rinconcito virtual afirmé que en cada provincia de nuestro país hay poetas notables (notabilísimos, algunos) que el porteñocentrismo de nuestra cultura y del mundillo literario se obstina en ignorar con furor digno de mejor causa. Dije también que iba a intentar demostrarlo en este espacio virtual y hoy se me presenta una oportunidad. Había arrancado con Juan L. Ortiz, lengua viva del Paraná, y hoy traigo, gracias a un posteo de Sofía Cerviño en Facebook, a Juan Manuel Inchauspe, poeta santafesino. 

Conocí a Inchauspe gracias a una clínica de poesía que dio Ricardo H. Herrera allá por el 2004 aproximadamente. Fueron cuatro clases intensas en la Casa de la Poesía de Buenos Aires: desconozco si ese espacio tan hermoso sigue existiendo (temo que la piqueta del progreso/sismo lo haya derribado o convertido en sabe Dios qué). Era la casa de Evaristo Carriego, de ahí que se llamara, con total justicia, la Casa de la Poesía. En pleno barrio de Palermo (Palermo Viejo, no Soho ni snobeadas por el estilo), era una casa estilo chorizo en la que funcionaba el centro cultural y la más exquisita biblioteca de poesía argentina que yo recuerde. Insisto en que no sé cuál fue su suerte, creo que tampoco quiero saber. Mejor guardo aquel bello recuerdo, y el recuerdo de esas cuatro intensas clases en las que Herrera nos regaló poetas de la talla de Inchauspe, que todos desconocíamos con prolijidad absoluta, y nos insistió hasta el hartazgo con la necesidad de volver al clasicismo, de aprender a escribir versos con medida, de aprender a distinguir un endecasílabo de un alejandrino y, sobre todo, de saber encontrar la música perdida en el mal llamado «verso libre» (que de libre no tiene nada). Nos aleccionó también sobre la importancia de la simpleza, de evitar los rebusques, las ñoñerías, la retórica vacía, la lúgubre llorosidad que nunca llegará a las cumbres pizarnikianas por mucho que se insista (esto seguramente iba a dirigido a mí) y todo lo que, justamente, Inchauspe no hacía. Su poesía es dura, afilada como una navaja toledana, de bordes y aristas como de diamante y tiene un fulgor similar. Sus poemas, esas notas rápidas que iba dejando por ahí, son como ráfagas que pasan y nos dejan perplejos y despeinados, preguntándonos qué pasó, qué me acaba de decir este señor que murió en la indigencia siendo todavía muy joven y que, al parecer, se dejó morir de amor, como no podía ser de otra manera. 


IMAGEN DEL CARACOL 

I
«Estar un poco con uno mismo» 
dijiste.

Sí, alejados del estruendo y las
inútiles utilidades
de cada día.
Sustraídos, por un momento
secreto y luminoso
a ese orden que siempre toma mas de lo que da.

II
«Estar un poco con uno mismo» —dijiste.
Sí, lo sé, sustraídos a ese orden
que siempre toma más de lo que da
alejados por el estaño del estruendo
y las utilidades del día
a los momentos secretos luminosos.
A veces es necesario
un movimiento de repliegue
para ocupar
un lugar que siempre está vacío y descuidado.

Trabajo nocturno, 2010.

14 de abril de 2021

Resiste mucho, obedece poco

Walt Whitman, el poeta torrencial, también podía ser brevísimo, conciso y certero cuando lo deseaba, como en este poema premonitorio (toda la poesía es premonición, por eso nos conmueve tanto): 

A LOS ESTADOS

A los Estados, o a cualquiera de entre ellos, o a una ciudad cualquiera
de los estados, le digo: resiste mucho, obedece poco.
Una vez admitida la obediencia sin protesta, es la servidumbre total.
Una vez esclavizada totalmente, ninguna nación, Estado o Ciudad
de la tierra volverá a reconquistar su libertad.

Hojas de hierba, 1885.

13 de abril de 2021

Regresa (a Ithaka)

Como siempre, una cosa lleva a la otra. Hoy tampoco sabía muy bien sobre qué discurrir aquí y la asociación ilícita de pensamientos se dio más o menos así: «ayer fue lo mítico con Castillo... mitos... Grecia... ¡ya sé, Kavafis!» (en esos puntos suspensivos se resumen millones de sinapsis simultáneas e imperceptibles, quiero creer). Kavafis (o Cavafis y hasta Cavafy) es una de las tantas maravillas que nos regaló el siglo XX en cuestión de poesía. No lo he leído tanto como desearía a pesar de que, a diferencia de otros momentos, ya cuento con un par de libros suyos y una biografía muy reveladora que encontré, de pura casualidad, mientras estaba de vacaciones en Villa Carlos Paz (los hallazgos vacacionales son siempre así, espectaculares, increíbles y a precios irrisorios). Tendría que ponerme a leerlo con seriedad. ¡Pero hay tantos poetas a los que quisiera ponerme a leer con seriedad! ¡Y no sólo poetas, vive Dios! ¡Tantos asuntos requieren mi atención, a pesar de la pandecosa, del coronacuco, del sinsentido que nos atraviesa de parte a parte cada día! Y por supuesto que reconozco y agradezco como la bendición que es que tantos asuntos variopintos requieran mi atención, incluso en medio de este caos. Estoy pronta a decir que son de las pocas cosas que me están manteniendo en eje en este año. Patagonia siempre como Norte absoluto, los libros, mis lechónidas, este reflotado blog (bendito sea el momento en que se me ocurrió que sería una buena idea regresarlo desde donde fuera que estuviera), el tostón nostálgico y erótico que escribo cada noche recordando la bella figura y todos los amados padecimientos con el Depredador, y la aplicación en mi labor diaria son los obenques a los que me aferro cual Ismael naufragando con el Pequod en esta tormenta actual. Entonces, decía que a Kavafis no lo he leído tanto como quisiera, pero lo poco que he leído me alcanza para recomendarlo a viva voz en este y en todos los sitios (hablando de viva voz, si quieren escuchar «Ítaca» recitado en inglés por nada menos que Sean Connery, hagan clic acá)

REGRESA

Regresa con frecuencia y tómame,
amada sensación: regresa y tómame.
Cuando despierte el recuerdo en mi cuerpo,
y el antiguo deseo me recorra la sangre,
cuando los labios y la piel recuerden
y sienta aquellas manos que aún me tocan,
regresa con frecuencia, y tómame en la noche
cuando los labios y la piel recuerden.


ÍTACA

Si vas a emprender el viaje hacia Itaca
pide que tu camino sea largo,
rico en experiencia, en conocimiento.
A Lestrigones y a Cíclopes,
o al airado Poseidón nunca temas,
no hallarás tales seres en tu ruta
si alto es tu pensamiento y limpia
la emoción de tu espíritu y tu cuerpo.
A Lestrigones ni a Cíclopes,
ni al fiero Poseidón hallarás nunca,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no es tu alma quien ante ti los pone.

Pide que tu camino sea largo.
Que numerosas sean las mañanas de verano
en que con placer, felizmente
arribes a bahías nunca vistas;
detente en loa emporios de Fenicia
y adquiere hermosas mercancías,
madreperlas y coral, y ámbar y ébano,
perfúmenes deliciosos y diversos,
cuanto puedas invierte en voluptuosos y delicados perfumes;
visita muchas ciudades de Egipto
y con avidez aprende de sus sabios.

Ten siempre a Itaca en la memoria.
Llegar allí es tu meta.
Mas no apresures el viaje.
Mejor que se extienda largos años;
y en tu vejez arribes a la isla
con cuanto hayas ganado en el camino,
sin esperar que Itaca te enriquezca.
Itaca te regaló un hermoso viaje.
Sin ella el camino no hubieras emprendido.
Mas ninguna otra cosa puede darte.
Aunque pobre la encuentres, no te engañará Itaca.
Rico en saber y vida, como has vuelto,
comprendes ya qué significan las Itacas.

12 de abril de 2021

Sólo lo más lejano perdura

Como hoy no sabía bien sobre qué escribir aquí (y recurrir al CdP original a veces me aburre, puesto que he notado que muchos de los poemas que copié entonces ya no resuenan en mí, por diferentes motivos: o bien eran poemas que sólo en ese momento tenían algún valor extrapoético ahora olvidado o bien son de autores ignotos en los que tampoco seguí buceando o bien los copié allí para no perderlos), me dije que una buena idea era dejarlo librado a la bibliomancia. Simplemente miré hacia la biblioteca que contiene todos los libros de y sobre poesía que hay en esta casa y el primero sobre el que mis ojos se posaron fue la Obra reunida del poeta platense Horacio Castillo. Inmediatamente recordé un poema suyo tan maravilloso como desgarrador y supe que el posteo de hoy estaba resuelto. 
Y así es. No me voy a explayar sobre Castillo porque me falta leerlo muchísimo. De hecho, una de las pocas cosas buenas del año pasado fue la edición de su Obra reunida por La Comuna, la editorial municipal, lo que constituye, para el panorama poético platense, un gol de media cancha en mi opinión. En vez de leer tanta pavada intrascendente y vacua mejor haríamos en leer a los grandes que ya no están pero que nos dejaron tamañas obras, como Castillo. Sobre lo que sí quiero explayarme (pero apenas un poquito) es sobre este poema, que leí al borde del llanto una vez más. Pienso que un día me voy a morir de poesía, tanto pueden conmoverme algunas de ellas, como esta. Y me conmueven, claro, porque siempre las leo en la misma clave, en la clave El depredador y su sonrisa, desde luego.

Si uno conoce el mito de Orfeo y Euridíce es todavía más hermosa y terrible, pero aún sin conocerlo ni tener noticia de él, la finura, la gracia y el preciso decir de Castillo no impiden apreciar su donosura y el terrible desgarro de sus protagonistas. Sólo para ponerlos en autos, Orfeo y Eurídice eran dos amantes esposos hasta que una serpiente mató a Eurídice y ésta fue a morar a los avernos, más precisamente al Hades. Orfeo, deshecho de dolor, se pone a tañer la lira de forma tan lastimera que los dioses griegos, siempre tan despiadados, por esta vez se apiadan y le permiten rescatar a su amada con una condición: no debe mirarla hasta que hayan salido por completo del báratro y ella esté completamente bañada por la luz. Impasible, Orfeo cumple pero en el minuto final no resiste más y se da vuelta para ver a Eurídice por fin, quien entonces desaparece frente a sus ojos para siempre. Hay desde luego otras versiones y este es apenas un resumen para que el poema se comprenda mejor, aunque insisto con que no es necesario. Sólo quería darme el gusto de contar, aunque fuera mínimamente, un mito griego. 
Entonces...

DICE EURÍDICE

La ansiedad me dominó, y luego la inquietud, cuando supe que venías:
horror de que me vieras así, con este tocado de sombra,
el pelo sin brillo —el pelo, que el sol no se cansaba de dorar.
Terror también de que no fueras el mismo —el que permanecía en mi memoria—
y al mismo tiempo curiosidad por ver de nuevo un ser vivo.
Hace tanto que nadie venía por aquí,
tanto que nadie se llevaba un alma o un perro,
que cuando oí tus pasos y tu voz llamándome,
cuando por fin te estreché, más que a ti estaba abrazando a la vida.
Después tu calor me condensó, me secó como una vasija,
y caminé por el sombrío corredor
otra vez con aquella máquina atronadora dentro del pecho
y un carbón encendido en medio de las piernas.
Caminé de tu brazo, imaginando ya la luz,
los árboles junto a los cuales caminábamos,
aquella habitación llena de espejos
donde flotábamos como dos ahogados.
Hasta que de pronto tu paso se hizo nervioso,
tu pensamiento se espantó como un caballo,
y vi que tratabas de desprenderte de mí,
de librarte de la trampa de la materia mortal.
«No te vayas —supliqué— no me dejes aquí,
déjame ver de nuevo las nubes y el sol,
suéltame por el mundo como una potranca tracia».
Pero tú ya corrías hacia la salida,
y durante siete días y siete noches oí cómo llorabas,
cómo cantabas en la ribera del río infernal
nuestra vieja canción: «Lo lejano, sólo lo más lejano perdura».

Alaska, 1993.