31 de mayo de 2021

Le dices que no insista, que he salido...

Entre mi cumpleaños número 47, las nuevas restricciones y la mar en coche, sin quererlo, me tomé unos días y desaparecí de estas costas... pero sólo porque estaba en otras, disfrutando a rabiar el seminario sobre la literatura argentina y su relación con el mar, de Juan Bautista Duizeide, y leyendo a la vez su antología de literatura marinera Abordajes literarios, publicada el año pasado por Adriana Hidalgo. Sabrán comprender.
Casi traigo unos fragmentos de Juventud, de Conrad, ya que estábamos, pero he preferido, en cambio, volver a un primer amor. El 29 de mayo, justamente, se cumplió un nuevo aniversario del nacimiento de Alfonsina Storni, una de mis máximas poetas preferidas en todo el orbe poético universal. La leí muy temprano y quizás por eso ocupa ese sitial indiscutido, pero al pasar los años no he perdido ni un ápice de aquel entusiasmo y, muy al contrario, la admiro cada vez más, no sólo por su vida de loba solitaria, que le requirió absoluta y verdadera valentía, sino por su maestría poética, que fue reinventándose en cada libro, hasta llegar al pináculo en Mascarilla y trébol, una obra, me atrevo a decir, no suficientemente estudiada por la academia (acaso eso sea una bendición). Pero más todavía por ese poema final que me precipita a las lágrimas cada vez que lo leo, sin que lo pueda evitar y por el que alguna vez fui invitada a un programa de Radio Universidad, conducido por Marcos Clavellino (autor de la foto que ilustra este posteo), para farfullar algunas bobalicadas sobre él, bobalicadas a las que espero darles mejor forma ahora. Quien lo desee, puede escucharlas aquí

Foto: Marcos Clavellino


El poema, es, claro, este: 

VOY A DORMIR

Dientes de flores, cofia de rocío,
manos de hierbas, tú, nodriza fina,
tenme prestas las sábanas terrosas
y el edredón de musgos escardados.

Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame.
Ponme una lámpara a la cabecera;
una constelación, la que te guste;
todas son buenas, bájala un poquito.

Déjame sola: oyes romper los brotes...
te acuna un pie celeste desde arriba
y un pájaro te traza unos compases

para que olvides... Gracias... Ah, un encargo:
si él llama nuevamente por teléfono
le dices que no insista, que he salido.

Poema póstumo, publicado en el diario La Nación, 25 de octubre de 1938.

Se sabe: la decisión ya estaba tomada. La enfermedad había sido implacable y la ciencia humana ya nada podía hacer con ella, excepto alguna carnicería de las que se estilaban en la época. Alfonsina acude al mar, al infinito mar que todo lo comprende para acabar con tanto dolor; escribe su último poema, piensa seguramente en su hijo Alejandro y procede a cumplir su magna e irreparable determinación. Sola, enferma y dolorida nada tiene sentido ya, ¿qué otra cosa hacer que parar de una vez con el sufrimiento? 
Sin embargo, su poema final, su testamento (aunque toda la poesía es testamentaria, como dijo alguna vez Jorge Monteleone), no es, en apariencia, triste, ni da cuenta de su gravosa circunstancia personal. Por el contrario, el poema hasta rebosa ingenuidad, tiene ternura y apenas uno que otro toque fúnebre, muy velado. Me interesa dar cuenta de esos matices, que son los que hacen que me emocione tanto, al menos a mí. Pero tiendo a sospechar que a muchos otros también, pues cada vez que lo leía en mis talleres, un hilo de emoción corría incluso entre mis alumnos más duros y «negados» a la poesía. Creo que es justamente esa mezcla inefable de ingenuidad y temblor la que produce esa conmoción. 
El título le anuncia a una precisa destinaria («nodriza mía», suerte de madre sustituta, íntima amiga o dama de compañía) una acción que la poeta aún no ha llevado a cabo pero que sin duda la hará, como lo reafirma ese «voy a» y no un hipotético «iré a», por ejemplo. Como se dijo, la decisión estaba tomada y, claramente, el contexto nos autoriza a equiparar dormir y morir («perchance to dream», acotaría el Bardo). La primera estrofa ambienta la escena en que se desarrollará ese dormir-morir: los elementos de la naturaleza (flores, rocío, tierra, musgo) oficiarán de ajuar nocturno-mortuorio, pero nótese que los toques fúnebres son apenas perceptibles, como en «sábanas terrosas» o «musgos escardados». La segunda estrofa continúa ambientando y delimitando la escena, que ahora puede decirse que tendrá lugar en la infinitud del universo, en otro toque ligeramente fúnebre, que sin embargo nunca se despeña hacia la referencia cabal ni directa. Las constelaciones como lámparas votivas y el poder de la nodriza para «bajarla un poquito» dan uno de los primeros toques de ternura en medio de la negrura que evocan varios de los elementos citados (la tierra, el musgo, la noche implícita en el rocío). En la tercera estrofa, cambia rápidamente la situación: la poeta le pide ahora a su nodriza que la deje sola y casi como si fuera una canción de cuna menciona al «pie celeste» y al pájaro que canta («te traza unos compases») como si fuera la nodriza quien, en efecto, fuera a dormir, pero rápidamente se aclara la situación con la tremenda estrofa final: el pie celeste y el pájaro que traza compases son, en efecto, para que la nodriza no se olvide de ella, o mejor dicho, para que pueda sobreponerse al dolor de la pérdida (ella ya está del otro lado de ese dolor, ya ha tomado la determinación, ya sabe que no hay remedio) y viene entonces el encargo, el pedido que es la más absoluta y cabal muestra de la ingenuidad de la que hablaba antes y la que a mí siempre, pero siempre siempre siempre me parte al medio, me rompe sin piedad el alma y el corazón porque todos sabemos que él nunca va a llamar, que él ha dejado de llamar hace mucho, que no, que no insistirá, que ya hace años que no insiste y ese es, acaso, el mayor dolor de la poeta que, en su amor invencible, en su amorosa y porfiada ceguera, en ese último gesto de coquetería y seducción de hacerse negar, sigue creyendo que él la llamará, que él vendrá y que todo tendrá el merecido final feliz que todos deseamos. 
Me desarma, lo dicho. Seguramente, porque espero lo mismo y no lo dejaré de esperar jamás. ¿Cómo podría, además, vivir una poeta sin ilusión, por absurda e imposible que esta sea?

13 de mayo de 2021

Por qué me trajiste acá

Me fascina el mar. ¿Hay alguien en este mundo que pueda sustraerse a su hechizo? Ruego a Dios que no, porque sería una vida de lo más pobre, que ni todos los millones del mundo podrían compensar. Me fascina el mar desde siempre. Cuando era chica, veraneaba siempre en la playa, a veces un mes entero en Mar del Plata, siempre por la zona del faro (entiendo que de allí viene mi fascinación por los faros, claro), otras veces diez o quince días o los que se pudiera en Santa Teresita. Alguna vez en San Clemente, otra en Mar del Tuyú y, cuando ni siquiera era un reducto coqueto del chetaje, en Mar de las Pampas (estaba sólo La Pinocha, casa de té y chocolates, cuando fuimos). Luego estuve muchos años sin visitar ni el mar ni las playas, hasta que cuando tuve la oportunidad (mejor dicho, cuando me animé) de viajar sola por primera vez, el destino elegido fue, justamente, Santa Teresita. Hasta tuvimos casa allí, bautizada por mi abuelo como «Viky», por mi tía Victoria. La casa seguía en pie cuando fui en 2009. Otras cosas no, pero no importa. 
Y aunque luego la fascinación por la Patagonia copó prácticamente todos los espacios, siempre guardo un lugar especialísimo para el mar y tengo anotadas, en mi lista de deseos, todas las ciudades costeras patagónicas que quiero conocer algún día: Las Grutas, San Antonio Oeste, Comodoro Rivadavia, Rada Tilly, Camarones, Puerto Deseado, Puerto San Julián y tantas más. El año pasado, uno de mis solaces para aguantar el encierro pandémico fue mirar con devoción tres series de documentales, todas de tema marítimo: Naufragios en la Patagonia, Atlántico Sur y Faros, todas de canal Encuentro. Pocos momentos disfrutaba más que al ver esas maravillas, filmadas en recontramegahipersúper calidad y con unos planos-detalle alucinantes del fondo del mar. Como todo tiene que ver con todo, ya recordarán que mi primer libro (aunque técnicamente no sea tal) fue Moby Dick, en su versión condensada para niños de Kapelusz, como nunca me canso de aclarar. Ya desde ahí todo lo que tenga que ver con el mar tiene mi atención indivisa.
En esta nueva etapa de reclusión menos severa, me conformo mirando imágenes en Facebook, tanto de las bellezas patagónicas como de algunas páginas sobre barcos, como Amigos de la Fragata Libertad, de donde extraje la imagen que ilustra este posteo, porque ella, junto con la lectura (en tránsito) de 20.000 leguas de viaje submarino de Julio Verne más este vivo del Centro Cultural de la Ciencia que vi ayer me hicieron recalar, impensadamente, en el poema que quiero compartir hoy. 
Tan sencillo, tan desgarrador, tan tremendo. 


La secuencia fue así: como cada día me extasié con las imágenes que comparten los Amigos de la Fragata Libertad y esta en particular me pareció tan bella que quise compartirla de inmediato. Al verla con más detenimiento y recordar lo que había leído anoche sobre el fondo del mar en Verne, me dieron tantas ganas de hacerme a la mar que de inmediato recordé este poema de Rafael Alberti que copio a continuación: 


1

El mar. La mar.
El mar. ¡Sólo la mar!

¿Por qué me trajiste, padre,
a la ciudad?

¿Por qué me desenterraste
del mar?

En sueños, la marejada
me tira del corazón.
Se lo quisiera llevar.

Padre, ¿por qué me trajiste
acá?

Marinero en tierra, 1924.


Espero me perdonen estas apostillas que intentan explicar, vanamente, la perfección de este poema pero las juzgo necesarias en virtud del objetivo de este blog, que no es sólo compartir poemas y ya. Pretendo, con la vanidad de toda pretensión, que se entienda (hasta donde es posible entender en materia tan ardua, lo sé) cómo funciona la magia de la poesía. O que se atisbe algo al menos. Porque si uno lee desprevenidamente este poema puede pensar que no tiene nada de especial, que es una simpleza o que frente a otros poemas de Alberti incluso es menor. Sin embargo, yo creo que es central. Y es tan magnífica su factura que prescinde, prácticamente, de toda floritura, metáfora o adorno. Deja la voz de ese Alberti niño desnuda, completamente desnuda y real. 
Es necesario poner en contexto: Rafael Alberti nació en una ciudad portuaria, el puerto de Santa María, en Cádiz. Nada menos que Cádiz. El mar siempre estuvo allí pero, desde luego, la vida y las necesidades hicieron que la familia Alberti tuviera que abandonar el paraíso e ingresar en el infierno de la ciudad. Marinero en tierra es el primer poemario de Alberti y ya desde el título nos está anunciando cuál es su tragedia: es un marinero sin mar (¿habrá desgracia mayor?), es un marinero que debe vagar lejos del mar amado por necesidad, por trabajo, por lo que sea, pero lejos y pisando siempre tierra firme. 
Y no ha sido su deseo alejarse, como bien muestra este poema. Él era un marinerito que «iza al aire este lamento" (todo el poemario es un lamento) y por eso le pregunta al padre, a quien tomó la horrible decisión, por qué lo ha alejado del mar. Pero lo pregunta como preguntan los niños: frontalmente, sin vueltas ni retoricismos, como lo denuncia ese «acá» final que se clava en lo más hondo del alma y el corazón de quien escribe y de quien lee, cifra de toda la desolación humana que puede caber tras el destierro. Porque no hay nada más horrible que el destierro, como bien sabían los griegos, que, como siempre digo, ya inventaron todo. Nada es más cruel que ser separado de la tierra que uno ama y en la que nació, en este caso del mar y su embrujo, del mar y su infinita fascinación. 
¿Cómo no desgarrarse ante ese «acá» entonces?

P. D: Como bonus track, un parrafito de las tantas maravillas que leí anoche en Verne: «Entre los diversos arbustos, grandes como los árboles de zonas templadas, y bajo su sombra húmeda, se amontonaban verdaderos matorrales de flores vivas, setos de zoofitas, sobre los que se abrían meandrinas cebradas de tortuosos listados; carófilas amarillentas con tentáculos diáfanos, grandes masas de zontairos y, para completar la ilusión, los pescados-moscas volaban de rama en rama, como un enjambre de colibríes, mientras que amarillos lepisacantos, de mandíbula erizada y punzantes escamas, los dactilócteros y monocentros, se alzaban a nuestro paso, semejantes a una bandada de becadas...»

12 de mayo de 2021

Como un río que corre

Hoy no sabía bien para dónde rumbear aquí, cuando los recuerdos de Facebook sacaron de su caldero mágico esta nota que reproduzco, ya que gracias a Markitos Zucker, ya no se pueden hacer más notas en FB. Nunca comprenderé esas decisiones tan desacertadas. 

12 de mayo de 2016

Esos impensados dibujos de la literatura que tanto me gustan...
Resulta que como bibliotecaria y archivista del alma que soy, atesoro en mi compu artículos y reseñas críticas que he ido encontrando en la web sobre literatura argentina (entre otras muchas materias similares) a lo largo de los años y cada tanto me pongo a ordenarlos, lo que significa pasarlos a Word, nombrar los archivos comenzando por el apellido del autor, registrar los datos en una planillita y así (aclaré que soy bibliotecaria de alma, bien, sigamos). En eso me encontraba hoy a la tarde, cuando en una de esas notas guardadas quién sabe cuándo se mencionaba un poema de H. A. Murena, un escritor argentino que amo, sobre José Hernández, autor de nuestro insigne poema nacional, que justamente hoy terminé de dar en el taller... La nota sólo mencionaba el poema de Murena pero ni siquiera daba el título. Tiré algunos datos en Google pero no apareció nada. Recordé entonces que tengo el tomo Visiones de Babel, que recopila buena parte de la obra de Murena (compilado por G. Piro) y allí estaba este bellísimo poema, que comparto con todos los circunstantes:


RETRATO DEL POETA

Imagínenselo:
tenía más de un metro ochenta de estatura,
cuerpo de león,
pero en el medio del pecho
un signo trémulo y fatal
como el amor o el fuego.

Nació en Perdriel, en San Isidro,
bajo la leche infinita de la noche austral.
Atónita se detendría su alma
ante la llanura perfumada e inmensa,
los ríos frutales,
el tierno silencio del mundo.

Y de improviso los oiría romperse
bajo el galope mortal de la anarquía,
de la ardiente tierra
que le habían destinado: imagínenselo.

Comprendan, se educó en los campos,
en jóvenes ciudades, vería
las libres caballadas del alba
surgiendo de lagunas brumosas,
cubiertas del misterio
con que empieza la vida, habrá tocado
criaturas humilladas, pobres,
caídas, todo el dolor argentino
en su abierta llaga,
mientras en su centro puro
la poesía se alzaba
soñando las voces nuevas
para una belleza de rostro arrasado.

Peleó en Pavón, en la guerrilla litoral,
en Sauce, en Cepeda,
y en las noches absolutas del vivac
alumbraría el reino de hermanos
que un día, con el poder de quien entra
a casa de su enemigo
con una flor en la mano,
irrumpirá,
dispersará eternamente la tristeza,
el mal, la pena: comprendan.

Piensen que aún no se detuvo: dirigió
El Argentino, El Río de la Plata fundó
lo eligieron diputado, lo llamaron
senador y como un río que corre,
como el trigo que nace,
como un mar que golpea,
estuvo siempre de parte de los vencidos,
fue para ellos el ojo celeste,
el pan y el vino: piensen.

Pero imaginen sobre todo su boca,
moldeada para decir lo terrible,
su boca en la hora en que
bruscamente
el poema empezó a brotarle
igual que a un árbol las incesantes
hojas, pájaros, milagros, el peso
de la tierra ascendiendo así
hacia la luminosa cúpula del cielo.

Esa hora en que el amor
borraba sus rasgos, su íntima historia,
su cruz y su corona, su nombre mismo,
el José Hernández, esa hora de su nacimiento
y de su muerte, ese instante
en que no era nadie y era todos
en el canto: imagínenselo.

Imagínenselo ahora,
mercaderes, capitanes, políticos,
hombres eminentes y hombres oscuros,
almas enfermas de un tiempo
que perdió el futuro, imaginémoslo.

Su corazón late todavía
en el viento vivo de las tardes claras,
toquémoslo con el sentimiento y la mente:
será como si nos purificáramos.

H. A. Murena
El círculo de los paraísos, 1958.

11 de mayo de 2021

Fijar lo que huye

El propio CdP me vino a recordar que, de aquella biblioteca que mencioné en el posteo anterior, en realidad sí conservo un libro, aunque no logro recordar por qué medios me hice de él, si fueron lícitos o no, si quien tenía la biblioteca en custodia decidió regalármelo, si yo lo escondí adrede o si simplemente el libro quedó por algún lado y cuando me di cuenta ya era tarde para devolvérselo tanto a su custodio como a su dueño. El caso es que conservo un ejemplar de Memoria plural, un libro de entrevistas a escritores latinoamericanos, entre los que hay varios poetas (acaso por eso el libro hasta pudo haber decidido por sí mismo quedarse en mi hogar, alucino). Sea entonces esta la perfecta ocasión para compartir algunas reflexiones del gran y maravilloso poeta argentino Enrique Molina, de quien compartiré poemas más adelante.
Escuchemos ahora qué tiene para decir Molina sobre la poesía y la praxis poética:

¿En qué consiste esa inagotable actitud del espíritu, presente ya en lo más remoto de toda cultura? Para mí no es otra cosa que una empresa de descubrimiento esencial, es decir, una perpetua partida hacia un mundo desconocido o, mejor dicho, hacia lo desconocido del mundo que es, en suma, esa extraña realidad en la que estamos insertos, eso ajeno a nosotros mismos y que alcanzamos a través de los sentidos, lo que se ve y se toca y se huele y se oye y se saborea en cada latido, esos continentes siempre inéditos, siempre misteriosos, sobrenaturalmente adorables, que nos salen al encuentro para llenarnos de maravilla y de terror, como una interrogación sin fin de los seres y las cosas, prolongada de eco en eco, misterios repetidos y cotidianos, con la forma de una mosca o de un árbol, de la lluvia o la piedra, del pájaro o el sol. Concebida la poesía como un medio de conocimiento, que dilata, en cierto modo, los límites de la comunicación, del lenguaje para darnos un sentido de la existencia —el nuestro—, la obra del poeta, en su conjunto, establece un orden inédito del mundo. Un orden que nace de los valores, de las relaciones que se establecen entre su espíritu y las cosas, de lo que elige, de una manera u otra, como elementos capitales de su destino, mientras avanza a través de la vertiginosa y caótica diversidad del mundo.

En la obra de todo poeta —me atrevo a decir— el mundo reviste una coloración particular, inédita, surge de nuevo como el primer día de la creación. Así, cada poeta establece su reino propio, regido desde el fondo de su sangre por todos sus poderes conscientes e inconscientes. El poeta trabaja con pájaros, con astros, con la muerte y la memoria, con la pasión y la tierra, con todos los sentidos y todas las visiones. Es, entonces, fabulosamente rico. Pero su lucha, más que de conquista, es de limitación. Debe defenderse de esa riqueza que lo desborda en todas direcciones y que de no hacerlo acabaría por disolverlo en su avalancha. Tiene que escoger sus propios signos, sus propios colores, un punto de mira único, que lo distinga de todos y a su vez le permita contemplar las cosas desde su particular perspectiva. Se trata, así, de dar expresión a su experiencia humana, a su intuición de la existencia. En efecto, el hombre intenta penetrar en el misterio de la existencia y el mundo de dos maneras: por el intelecto, a través de la conciencia y la filosofía, y por la intuición poética, que se halla en la génesis de toda obra de arte. Por eso la creación del poeta, nacida de lo profundo de su experiencia vital, es siempre una cosmo-visión, una respuesta propia al infinito enigma de las cosas.

Así, la mayor ambición de mi aventura poética ha sido la de recrear, en la magia verbal, la sensación, la ardiente e instantánea categoría de lo sensorial. Palabras que no describan el calor, el reverbero de una piel, el olor de la noche, sino que en lo profundo del espíritu vuelvan a producir tales sensaciones, revivan nuevamente el latido que las registró. 

Tratat de fijar lo que huye configura mi poesía.

Memoria plural, 1986.

7 de mayo de 2021

¿Por qué algunos se empeñan en leer o escribir poesía?

Cierro la semana con estas reflexiones de Gianni Sicardi (¿qué, nunca lo leyeron? Les creo, es otro de nuestros secretos poéticos mejor guardados) que me robé del muro de don Eduardo Espósito hace unos días:
La poesía es inútil para vivir. De hecho casi toda la gente vive sin poesía. Y no la echa de menos. Porque la poesía no tiene que ver con lo útil, con el tener, con la personalidad, sino solo con el ser. Sin embargo, todos tenemos derecho a habitar nuestro ser esencial. ¿Por qué leemos poesía? ¿Por qué escribimos poesía? ¿Para qué? ¿Para entrar en nosotros mismos? ¿Para conocernos? ¿Para reconocernos? ¿Por qué algunos se empeñan en leer o escribir poesía? ¿Por qué algunos, aunque sean pocos, se empeñan en hacer un trabajo inútil, gratuito? Tan gratuito que no puede ser considerado un trabajo. Leemos y escribimos poesía para entrar en nuestro ser. Para hablarle. Para que nos hable. Para que nos cuente sus secretos.

5 de mayo de 2021

Se fue sin pagar

Me entero, por los avatares de Facebook, que hace unos días, más precisamente el 3 de mayo, falleció el poeta Eduardo Mazo. Seguramente no les suena, es probable que no lo conozcan ni lo hayan oído mencionar siquiera. No era muy conocido tampoco, puesto que se movió siempre por las suyas. Editaba sus propios libros y estuvo exiliado en Barcelona, pero en los últimos años había vuelto a nuestro país y posteaba regularmente algunas reflexiones en Facebook. Llegué a él de las extrañas formas en que se llega, siempre, a la poesía más diversa: el padre de mis hijos tenía en custodia la biblioteca de uno de sus primos, si no recuerdo mal, allá en su casa de La Tablada. Eran unos pocos libros pero muy variopintos. Uno de ellos era Autorizado a vivir, de Eduardo Mazo, un libro de epigramas, según anuncia la propia portada, del que luego transcribo varios. Cuando el padre de mis niñitos se mudó conmigo, en aquel aciago año 99, aquel libro vino a parar a mi casa también pero cuando se fue a su provincia natal (en el mismo aciago año) se lo llevó con él, desde luego. No correspondía que se quedase (ni él ni el libro). El caso es que un domingo, en el Parque Rivadavia, me crucé de nuevo con Autorizado... y lo compré sin dudar. Casi diez años después, en una de mis librerías favoritas de la calle Corrientes, di con su ¿continuación?, Prohibido morir. Y muchos años después, Facebook volvió a ponerme sobre la pista de Mazo. El mismo Facebook que ahora me cuenta que se ha ido, supongo que por la peste actual, no lo aclara. No sé si fue un gran poeta, pero sin duda merece este pequeño homenaje que aquí le rindo. Todos estos poemas habían sido copiados en el CdP original, dicho sea de paso. 


Lo malo de la muerte
es que, casi siempre,
nos encuentra viviendo.


Se desea todo lo que no se tiene
y se pierde
todo lo que se ha deseado.


Siempre giramos sobre el mismo tema: 
la muerte.
Tremendo susto nos llevaríamos si después
de tantas poesías,
resulta que no existe.


Me hubiera gustado nacer el 37 de agosto
para dejar estupefactas a las muchachas
que me preguntan de qué signo soy
en el preciso momento
que les voy a dar el primer beso.


Cuando acaba el programa diario
de televisión
hay ya que irse a la cama,
porque realmente,
ya no hay nada que hacer.


¡Y a mí qué carajo me importa
que los bancos reduzcan punto y medio
sus tasas de interés!


Jesús, Mahoma, Moisés, Buda...
y ahora ese hombre
que me mira fijamente desde la parada del autobús.


Un día no habrá pobres ni explotados, 
ni altos índices de mortalidad infantil, 
ni intereses bancarios.
Los poetas nos las veremos negras
con tanta felicidad.


Cuando el amarillo macilento de las palabras
y el seráfico gesto se aletargue en el tiempo,
grabaré
—sobre el fémur de mi esqueleto—
tu nombre, 
para que los gusanos se enteren
que se han comido a un poeta enamorado.


Quiero este epitafio para mi tumba:
«Se fue sin pagar».


Hay domingos
que no se sobrellevan.


¡Nunca seré ajeno a mí!


Las feministas están equivocadas en sus críticas.
Veamos, por ejemplo:
la vida,
la suerte,
la felicidad, 
la poesía,
la muerte,
la rosa, 
la ley,
etc.
Casi todo es femenino.
A nosotros los hombres,
sólo nos quedan
el poder
y el arbitrio.


Es tarde,
menos
para todo.


Seré claro: 
¡estoy harto de esforzarme
en no pensar en ti!


¡Ah!
Me olvidaba: 
te invito a mi autopsia.

Autorizado a vivir, 1981.


3 de mayo de 2021

Atención atención yo gritaba atención

Así como hay poetas de los que soy devota (ya se han vislumbrado unos cuantos por aquí), hay otros poetas de los que no lo soy, por diversos motivos. Muchas veces, como en el caso de hoy, son grandes poetas, poetas incluso muy admirados por todos (público y otros poetas), pero su resonancia en mí no llega a los niveles de gozo y resplandor de aquellos de los que sí soy dedicada vestal. En algunos casos es entendible (he explicado aquí, por ejemplo, por qué deploro la figura poética de Mario Benedetti y no soporto su edulcorada poética), en otros tal vez no tanto, como en el caso que me trajo hasta estas orillas hoy. Es cierto que a Gelman no lo he leído a fondo pero lo leí bastante; es cierto que algunos poemas me parecen muy buenos, incluso buenérrimos, incluso, como el que traigo, uno de los mejores de la poesía en lengua castellana, pero así y todo algo siempre termina por dejarme indiferente o por no decirme todo lo que al parecer les dice a otros. Y está bien, es imposible resonar en la misma frecuencia con todos a la vez. Pero ya que hoy se cumple un aniversario de su nacimiento aprovecho para compartir este poema que, tarde o temprano, lo iba a compartir de todos modos, pues lo considero, insisto, de los mejores que se han escrito en nuestra lengua. 
Y también aprovecho para contar que gracias a este poema nació una preciosa consigna de taller literario que siempre rindió excelentes frutos: tras leer el poema y hacer los análisis pertinentes, les pedía a mis alumnos que escribieran un poema reemplazando la palabra «mujer» en el primer verso por alguna otra de su interés o predilección y continuaran desenrendando ese ovillo a ver qué salía. Salían siempre hermosos poemas porque la potencia de esa comparación es tan terrible que sólo se puede ir a lugares de densa profundidad a partir de allí. Y también los invitaba, antes de escribir, a hacerse algunas preguntas, que aquí transcribo para quien quiera ir un poco más allá y hácerselas también. Si la poesía no nos llena de preguntas, después del asombro de habernos asomado a su mundo, algo no estaría funcionando bien...

quise invitarlos [a mis alumnos] a dejar volar la imaginación en alas de la poesía, instándolos a que se preguntaran cosas como ¿y cómo será una mujer que se parece a la palabra nunca? ¿qué características tendrá? ¿por qué Gelman dice atención atención yo gritaba atención? ¿no es cierto que cuando uno ama y es amado caen a pedazos la furia y la tristeza y que cuando no es correspondido es como estar muerto en vida? ¿y a qué les recuerda esto? ¿no se parece a la letra de un tango, sólo que en vez de decir «percanta que me amuraste...» dice «esa mujer...»? y así por el estilo.

Con ustedes, Juan Gelman y su «Gotán»: 

GOTÁN

Esa mujer se parecía a la palabra nunca,
desde la nuca le subía un encanto particular,
una especie de olvido donde guardar los ojos,
esa mujer se me instalaba en el costado izquierdo. 

Atención atención yo gritaba atención
pero ella invadía como el amor, como la noche,
las últimas señales que hice para el otoño
se acostaron tranquilas bajo el oleaje de sus manos. 

Dentro de mí estallaron ruidos secos,
caían a pedazos la furia, la tristeza,
la señora llovía dulcemente
sobre mis huesos parados en la soledad. 

Cuando se fue yo tiritaba como un condenado,
con un cuchillo brusco me maté
voy a pasar toda la muerte tendido con su nombre,
él moverá mi boca por la última vez.

Gotán, 1962.

30 de abril de 2021

Alejandra Alejandra

Ayer podría/debería haber escrito sobre Pizarnik y me abstuve. Digo «podría» porque ha sido y sigue siendo una de mis máximas influencias poéticas y digo «debería» porque ayer se cumplió un nuevo aniversario de su nacimiento y hubo recuerdos, posteos, notas, panegíricos y jaculatorias de toda clase en las redes a propósito de ello. Me abstuve por eso, justamente, entre otras razones. No quería echar más leña a ese fuego idolátrico que arde desde el momento mismo en que se suicidó y que obnubila a muchos con su espeso humo narcotizante. Porque Alejandra es un narcótico, antes que cualquier otra cosa. Es imposible leerla y no sucumbir a su narcolepsia, es muy díficil no dejarse encantar, hay que estar muy templado para huir de sus cantos sirenaicos, que es justamente lo que no ocurre cuando uno la lee por primera vez, generalmente en la adolescencia, cuando más permeable y esponjosa está el alma. Durante muchos años estuve presa de esa narcosis de la cita perfectamente disimulada, de la brevedad rayana en el abismo, de los ingeniosos juegos de palabras y, oh, diablos, de la grandísima oscuridad. La poesía del hoyo, como la llamábamos con un queridísimo amigo. El regodeo en el mal. La doleur exquise. Hundir el cuchillo siempre más allá de la carne y revolver hasta descarnar, hasta encontrar el hueso, hasta drenar las médulas, hasta volver cenizas todo. 
¿Cómo sustraerse de algo semejante cuando se es un adolescente atolondrado e indocumentado, tratando de encontrar su lugar en el mundo? ¿Cómo no volverse fanático si Alejandra representa lo mismo que la tríada de los veintisiete en el rock (Jim Morrison, Janis Joplin, Jimi Hendrix)? ¿Cómo no rendirle pleitesía si en su infinita brevedad nos decía más que todas las palabras de este mundo juntas? Y luego, aunque los años pasaran y otros poetas vinieran a decirnos que había otros modos de hacer poesía y hasta que no era nuestro destino suicidarnos si deseábamos escribir poesía tal como parecía mandar la tradición de los poetas y los rockeros malditos citados, la estela de su incienso envenenado seguía presente, impregnada en nuestras fosas nasales, recordada y celebrada cada vez que se la leía y se reafirmaba esa idea y esa sensación de impotencia al pensar «Dios mío, nunca voy a escribir así», suponiéndole al «así» todas las cualidades imaginables, todas ausentes, por supuesto, de nuestra pobre praxis poética. Por eso digo que me costó muchos años desprenderme, un poco, de su idolatría y por eso ayer preferí guardar silencio y compartir algún verso perdido en la marea de Facebook como un modo de decir «presente» y nada más. Su pregnancia es tan excesiva (o mejor dicho, la pregnancia del personaje, del mito) como lo fue la de Rubén Darío en su tiempo (ya hablaré también de Darío, cómo no hablar de Darío). Pero hoy, al leer una reflexión de la poeta y crítica Anahí Mallol, que luego transcribo, decidí que era un buen momento para expresar estas y algunas otras palabras sobre una influencia tan determinante no sólo en mi poesía sino también en mi vida. 
Alejandra estuvo conmigo desde el vamos: recuerdo que en una de las primeras antologías de poesía que compré cuando en lugar de ir al colegio me rateaba y me iba a vagabundear por las calles de Quilmes (shhh), estaban sus poemas y me deslumbraron al instante, por supuesto. Amor a primera vista, amor a primera leída. Y luego, mientras la seguía leyendo y la iba conociendo y adentrándome en el personaje y en el mito la idolatría campeaba a sus anchas y siempre me parecía que nunca jamás de los jamases ninguna otra poeta me iba a gustar tanto como ella pero... ah, mis amigos, gracias a Dios luego conocí a Olga Orozco y luego a Amelia Biagioni y entonces comprendí que podía haber poetas que incluso me gustaran más y que, vaya paradoja, eran las mismas que ella idolatraba. Me conmovió hasta lo indecible leer la carta que le dirigió a Biagioni, por ejemplo, luego de leer su estupendo poemario El humo. Una vez más se me hizo patente aquello que decía Eliot acerca de la comunión espiritual que une a los poetas de todo tiempo y lugar. Luego conocí a Carmen Bruna (ya hablaré de ella también), a Liliana Lukin, a Leonor García Hernando y entendí que había más, muchísimo más de lo que la idolatriosis me permitía sospechar. Está muy bien tener ídolos y adorarlos, más cuando se es tan joven y vulnerable, pero llega un momento en que hay que dejarlos ir y abrazar otros amores, otras causas, otras formas de la infinita e inefable poesía. Porque su maravilla es tal que nos muestra que siempre hay, aunque digan que no, un más allá. 



La reflexión de Anahí Mallol: 

ayer leí algunas notas sobre Pizarnik. conclusiones (salvo honrosas excepciones, como la del amigo Gigena):
1. no hubiera cumplido 85. Pizarnik es siempre joven. encarna la fuerza de lo joven.
2. si escribís, y escribís bien, no te suicides, porque te vas a convertir en un cliché.
3. el personaje Pizarnik logró que su obra fuera conocida por mucha gente.
4. el personaje Pizarnik impide (en muchos casos) que se la lea más allá del personaje.

Le puse, desde luego, un evidente «me encanta» y no sólo un like porque da en el clavo en todos los puntos. 
Cierro con uno de mis poemas favoritos (de los primerísimos que leí) y los invito a que, si pueden, la lean más allá, mucho más allá, del personaje y del cegador mito. 

13

explicar con palabras de este mundo
que partió de mí un barco llevándome

Árbol de Diana, 1962.

P. D.: Además, comparto con ella estas tres coincidencias: 1) Nací en Avellaneda; 2) Ella nació el mismo día que mi madre y 3) Tenemos las mismas iniciales (salvo que se invoque el Flora, claro).

28 de abril de 2021

Huesitos ganglios médulas

Venía pensando en otra cosa para compartir hoy pero la dejaré para mañana, habida cuenta de que hoy se cumple un nuevo aniversario de la desaparición física de la poeta uruguaya Idea Vilariño. El 28 de abril de 2009 nos dejó pero no sin antes haber escrito y publicado algunos de los poemas más maravillosos, lacerantes y descarnados de la poesía en lengua castellana. No tengo término medio con Idea: la idolatro profundamente desde la primera vez que la leí hace por lo menos treinta años en una antología de poesía hispanoamericana editada por el CEAL (¡cuándo no!). Cuando leí esa irrepetible maravilla de "Ya no", que no postearé porque lamentablemente ya se ha transformado en un lugar común y demasiado transitado de su poética, quedé completamente absorta, enloquecida y abismada con su poesía y así me mantengo. Con los años la fui encontrando en otras antologías, luego en la internés y finalmente hace ya unos años me auto-regalé su Poesía completa, como debe ser. Leerla de un tirón fue una de esas experiencias tan traumáticas como fructíferas, porque así es su decir poético: arrasa, aniquila, llega al hueso y no contenta con haber abierto calientes cauces para las médulas que todavía gloriamente arden sigue horadando más y más, hasta llevar todo al extremo, al límite de lo tolerable. Y su forma de lograr eso es el espartano laconismo de sus versos, la aparente simplicidad de formas y palabras, pero esa simplicidad es más mortal que un estilete y sólo un inmenso dolor es capaz de brindarle ese cauterio vuelto palabras a alguien. Por si fuera poco, me identifico tanto con su historia de amor/desamor con Onetti que ya todo adquiere ribetes de escándalo entre Idea y yo. Se la ama o se la deja pasar indiferente a su magia y su noctámbulo hechizo. Yo estoy hechizada desde la primera vez que leí aquel tremendo "Ya no". Ojalá ustedes también se hechicen ahora.



ESTO

Esto que va que viene
que llevamos traemos
de un lado a otro
huesitos ganglios médulas
la voz el tacto dulce
el cristalino
el pubis
esto que cada noche
guardamos
frágil cosa
todo esto
qué es esto
sangre
aliento
piel
nada.


LOS ADIOSES

Morirse
no morirse
y estarse triste repartiendo adioses
moviendo
adiós
apenas
el pobre corazón como un pañuelo.


DÓNDE

Dónde el sueño cumplido
y dónde el loco amor
que todos
o que algunos
siempre
tras la serena máscara
pedimos de rodillas.


Idea Vilariño
Poesía completa, 2012.

27 de abril de 2021

Charlas de café

Observo complacida que ya en el 2001 había leído este libro y volcado unos cuantos fragmentos en el CdP, bajo el epígrafe «Una curiosidad, una más, una de tantas», porque otra de las funciones o metas del cuaderno era la de reunir curiosidades, delikatessens, rarities. Y entonces suponía, con buen tino, que las Charlas de café de don Santiago Ramón y Cajal lo eran. Y lo son. Sobre todo porque su autor fue el pionero, por así decirlo, de las neurociencias, o, mejor dicho, de la neuroanatomía. Con medios muy rudimentarios como los microscopios de principios del siglo XX, Ramón y Cajal se entregó al estudio, la observación y el discernimiento de lo que ocurría en el tejido neuronal. Y llevó esa observación a punto tal que logró dibujar y bosquejar esas intrincadas mareas dendríticas, como puede verse en el enlace que dejo bajo su nombre. También publicó numerosos libros sobre la cuestión, así como artículos, algunos de los cuales tenemos la dicha de resguardar y ofrecer en el repositorio, publicados en una de las primeras revistas científicas universitarias de nuestro país, como este o este. Pero como todo gran científico, Ramón y Cajal también era un gran artista, un fínisimo observador de todo lo que lo circundaba y acontecía y por eso fue capaz de hacer aseveraciones como las siguientes: 

En los ingenios, como en las higueras, el primer fruto es la breva, que suele ser insípida, aparatosa y grande; esperemos, para emitir juicio, el brote de los higos. 

Gran deleite procura la lectura de los buenos autores; pero, en compensación, nos acarrean muchas desilusiones. Porque en esas páginas, febrilmente devoradas, solemos sorprender ¡quién lo dijera! los pensamientos más íntimamente nuestros. A menudo, después de acabar una lectura atrayente, pensamos, con amargura y desaliento, ¡nos han plagiado!

Como la espada de buen temple, la obra literaria debe forjarse en caliente, limarse en frío y probarse en duro; es decir, en el blanco de la oposición y de la controversia.

Gustan mucho las frivolidades amenas y los juegos de ingenio; sin embargo, sólo interesan y perduran positivamente las obras que se escribieron con sangre y entre las angustias del dolor.

Un libro antiguo sincero, aunque mediocremente escrito, posee siempre valor histórico inestimable. Nos da a conocer el sentir y pensar de la Humanidad fenecida, maestra y rectora de la actual y nos enseña la turbadora verdad de que el hombre ha sido siempre el mismo.

«El estilo es el hombre», decía, según es harto sabido, el gran Buffon. Menos conciso, pero más exacto, fuera expresar que el estilo es casi siempre una transacción entre el hombre y su careta, entre lo que realmente es y lo que le obliga a ser la fascinación irresistible de la escuela literaria dominante. Ni hay que olvidar el efecto decisivo de la cultura y de la experiencia del mundo.

Ocurre con los adjetivos lo que con los billetes de Banco: se deprecian de día en día.

La obra genial es comparable a un germen dotado de vida autonóma, nutrido por la admiración y la crítica comprensivas, y productor de infinitos retoños, luego de alcanzar pleno desarrollo.

Quimérico parece, como ya expresó el viejo Horacio, pretender agradar a todos. Habría que escribir un libro para cada lector, y hasta para cada época de la evolución mental de éste. Como el proyectil, cada obra sólo puede herir de lleno un corazón.

Encerrarnos, por exquisitos y refinados, en la consabida torre de marfil, puede conducirnos a la lúgubre soledad de la torre del silencio.

Charlas de café, 1920.

P. S.: A pesar de ya tener una edición de las Charlas de café, viejita, amarillenta y entrañable de la colección Austral de Espasa-Calpe, este año tuve la posibilidad de adquirir la reedición del Fondo de Cultura Económica (que ilustra este posteo) y que recomiendo vivamente a quien pueda que lo haga. Allí, en su introducción, Francisco Fuster afirma: «Y es que, si algo molestaba profundamente a Ramón y Cajal, que además de una eminencia de la medicina fue, por encima de todo, un sabio humanista y un intelectual comprometido cuya sed de conocimiento nunca se limitó al ámbito estricto de su especialidad, era esa actitud inquisitiva y envidiosa de quienes pensaban que la literatura era un coto vedado cuyo acceso sólo estaba permitido a unos pocos. Para él, la vocación del investigador que entrega su vida a la ciencia era perfectamente compatible con la pasión del erudito que todo lo quiere leer y con la curiosidad del hombre que gusta de pasear por la ciudad y de charlar con los amigos en la tertulia del café, allí donde todo es opinable y no existe más autoridad que la que se impone a través de la amena y respetuosa discusión entre iguales». 
P. S. bis: El mundo visto a los ochenta años es otra de estas delikatenssens de Ramón y Cajal que recomiendo vivamente.