12 de abril de 2021

Sólo lo más lejano perdura

Como hoy no sabía bien sobre qué escribir aquí (y recurrir al CdP original a veces me aburre, puesto que he notado que muchos de los poemas que copié entonces ya no resuenan en mí, por diferentes motivos: o bien eran poemas que sólo en ese momento tenían algún valor extrapoético ahora olvidado o bien son de autores ignotos en los que tampoco seguí buceando o bien los copié allí para no perderlos), me dije que una buena idea era dejarlo librado a la bibliomancia. Simplemente miré hacia la biblioteca que contiene todos los libros de y sobre poesía que hay en esta casa y el primero sobre el que mis ojos se posaron fue la Obra reunida del poeta platense Horacio Castillo. Inmediatamente recordé un poema suyo tan maravilloso como desgarrador y supe que el posteo de hoy estaba resuelto. 
Y así es. No me voy a explayar sobre Castillo porque me falta leerlo muchísimo. De hecho, una de las pocas cosas buenas del año pasado fue la edición de su Obra reunida por La Comuna, la editorial municipal, lo que constituye, para el panorama poético platense, un gol de media cancha en mi opinión. En vez de leer tanta pavada intrascendente y vacua mejor haríamos en leer a los grandes que ya no están pero que nos dejaron tamañas obras, como Castillo. Sobre lo que sí quiero explayarme (pero apenas un poquito) es sobre este poema, que leí al borde del llanto una vez más. Pienso que un día me voy a morir de poesía, tanto pueden conmoverme algunas de ellas, como esta. Y me conmueven, claro, porque siempre las leo en la misma clave, en la clave El depredador y su sonrisa, desde luego.

Si uno conoce el mito de Orfeo y Euridíce es todavía más hermosa y terrible, pero aún sin conocerlo ni tener noticia de él, la finura, la gracia y el preciso decir de Castillo no impiden apreciar su donosura y el terrible desgarro de sus protagonistas. Sólo para ponerlos en autos, Orfeo y Eurídice eran dos amantes esposos hasta que una serpiente mató a Eurídice y ésta fue a morar a los avernos, más precisamente al Hades. Orfeo, deshecho de dolor, se pone a tañer la lira de forma tan lastimera que los dioses griegos, siempre tan despiadados, por esta vez se apiadan y le permiten rescatar a su amada con una condición: no debe mirarla hasta que hayan salido por completo del báratro y ella esté completamente bañada por la luz. Impasible, Orfeo cumple pero en el minuto final no resiste más y se da vuelta para ver a Eurídice por fin, quien entonces desaparece frente a sus ojos para siempre. Hay desde luego otras versiones y este es apenas un resumen para que el poema se comprenda mejor, aunque insisto con que no es necesario. Sólo quería darme el gusto de contar, aunque fuera mínimamente, un mito griego. 
Entonces...

DICE EURÍDICE

La ansiedad me dominó, y luego la inquietud, cuando supe que venías:
horror de que me vieras así, con este tocado de sombra,
el pelo sin brillo —el pelo, que el sol no se cansaba de dorar.
Terror también de que no fueras el mismo —el que permanecía en mi memoria—
y al mismo tiempo curiosidad por ver de nuevo un ser vivo.
Hace tanto que nadie venía por aquí,
tanto que nadie se llevaba un alma o un perro,
que cuando oí tus pasos y tu voz llamándome,
cuando por fin te estreché, más que a ti estaba abrazando a la vida.
Después tu calor me condensó, me secó como una vasija,
y caminé por el sombrío corredor
otra vez con aquella máquina atronadora dentro del pecho
y un carbón encendido en medio de las piernas.
Caminé de tu brazo, imaginando ya la luz,
los árboles junto a los cuales caminábamos,
aquella habitación llena de espejos
donde flotábamos como dos ahogados.
Hasta que de pronto tu paso se hizo nervioso,
tu pensamiento se espantó como un caballo,
y vi que tratabas de desprenderte de mí,
de librarte de la trampa de la materia mortal.
«No te vayas —supliqué— no me dejes aquí,
déjame ver de nuevo las nubes y el sol,
suéltame por el mundo como una potranca tracia».
Pero tú ya corrías hacia la salida,
y durante siete días y siete noches oí cómo llorabas,
cómo cantabas en la ribera del río infernal
nuestra vieja canción: «Lo lejano, sólo lo más lejano perdura».

Alaska, 1993.

11 de abril de 2021

Versitos, sólo versitos

El poeta Osvaldo Bossi tiene el buen tino de compartir estas reflexiones (suerte de artes poéticas) en su muro de Facebook cada tanto. Las dirige a Robin, como si fuera Batman el que habla, en una notable y bienvenida transgresión (que no otra cosa es la poesía según nos contara Susana Reisz de Rivarola en las clases de Teoría Literaria I hace ya tanto tiempo), dado que le quita así toda la pátina de solemnidad que estos dichos podrían tener y les imprime un toque pop de lo más interesante. Como estas alocuciones están perfectamente bien escritas, el mensaje llega y cada tanto las he compartido tanto en mi muro como en una de mis páginas de FB (Taller de Poesía, concretamente). Sin embargo, hoy compruebo con pesar que, según las estadísticas que brinda FB (en las que de todos modos mucho no confío, pero bueh...), nadie ha visto ni ha interactuado con la publicación en la que compartí esta excelente reflexión. A ver si por este medio hay más suerte, porque vale la pena leer esto, sobre todo para quienes están comenzando y a veces se les confunden un poco los tantos. 
Haga poesía, no haga ni «Arte» (en el sentido en que lo escribe Girondo en sus «Membretes») ni haga panfletos inflados de ideología bienpensante o políticamente correcta. Deje esas minucias que nada tienen que ver con la poesía para el lugar que correspondan. Le aseguro que la poesía no es.

VERSITOS, SÓLO VERSITOS

Robin, cuando leas un poema lleno de sentido, atravesado por alguna ideología, cerrá el librito y rajá para otro lado. O es falsa poesía, o poesía para que caigan los giles (ayer vi la película sobre Tita Merello y usa mucho esta palabra, graciosa y a la vez tan precisa). Los temas importantes, comprometidos, son así, Robin. Se llevan todos los aplausos, pero el lenguaje (que es la materia de la que están hechos los poemas) se empequeñece o sólo sirve para transportar enormes mamotretos. Al menos en poesía, sentido y forma van juntos, pero sobre todo el sentido es forma. Ni adorno, ni falsa belleza, sino la cristalización de una materia que, si se tiene suerte, al ser tocada por el lector, libera algo, y no al revés. ¡Madonna santa! ¡Finíshela con tanto mensaje! El compromiso político, como ciudadanos, es una cosa, y la poesía es otra, ¿no te parece? Si uno, por esos casuales tiene algo para decir, ¿por qué no lo dice directamente? Por ejemplo, si yo le quiero decir a un chico que me gusta, o yendo más lejos, que lo amo. En fin, si quiero que el mensaje le llegue, no escribo un poema, que dice siempre otra cosa e incluso lo contrario. Lo invito a tomar una cervecita o un café y que sea lo que Dios quiera. La poesía se nutre de la vida que nos rodea y de nosotros mismos, es cierto, ¡pero es poesía, Robin! No es «la verdad» revelada. Como dice mi querida Diana Bellesi, simples o complicados «versitos»... ¡Pero versitos, Robin, versitos, nada más! Me acuerdo de un poema que viene al caso, de Patrizia Cavalli, que dice así: «Alguien me ha dicho / que mis poesías / no cambiarán el mundo./ Yo les respondo que en verdad sí / que mis poesías / no cambiarán el mundo». ¿No es hermoso? Nada más ligero y más contundente que eso.

Facebook, 28 de noviembre de 2017.


9 de abril de 2021

Poesía pura (en prosa)

Postearé un material que ya he posteado en otro blog (aquí), sencillamente porque los recuerdos de Facebook me llevaron a él y decidí que era una buena idea difundirlo también aquí, dado que es de lo más poético (y terrible, en el sentido que los griegos daban a la palabra deinós) que he leído en mi vida. 
Los pongo en contexto: Francisco Umbral es uno de mis escritores españoles favoritos, sino el más favorito de ellos (y son muchos los escritores españoles que admiro, primero por haberlos frecuentado desde muy chica y luego ayudada por mi paso por Letras, de donde me llevé, para siempre, a Juan Goytisolo, por poner un ejemplo). A Umbral lo descubrí por mero azar en una mesa de saldos de una librería de la calle Corrientes (cuando la calle Corrientes era el epítome de la bohemia porteña y no el adefesio que es ahora, sin contar el agravante pandémico). No tenía ni la más pálida idea de quién era, pero dos cosas llamaron mi atención: primero su apellido (desde luego, falso, como me enteré muchos años después) y luego el título del libro con el que me topé entonces (su novela El Giocondo). 
A partir de ese momento (año 1995, calculo) me fui topando, siempre gracias al bendito azar, con muchos de sus libros. Parecía que siempre me estaban esperando porque uno tras otro iban apareciendo y yo los iba comprando, leyendo y atesorando con fervor. Mis paraísos artificiales es uno de mis favoritos, pues combina poesía y prosa de un modo que sólo Umbral podía lograrlo y lo cité bastante en el CdP original. Con el tiempo me enteré de que en España, además, era una suerte de celebridad literaria, que sus columnas/aguafuertes madrileñas eran muy leídas y comentadas y hasta fantaseé (una es así) con ir a España y conocerlo. Berretines, desde luego, porque además me resultó siempre facherísimo. 
Pero había un libro que nunca aparecía ni en las mesas de saldos ni en estante alguno así que un día, contraviniendo todas mis prácticas bibliómanas, condescendí a pedirlo, ya que tenía/tengo familiares viviendo en España y así llegó a mis manos esta dolorosa gema, titulada Mortal y rosa. No es un libro de fácil lectura, en ningún sentido. La temática es descoyuntante de entrada: relata la muerte de su hijo de apenas cinco años. No es ficción, es literatura del duelo, ahora que lo pienso, y del más alto vuelo lírico. La forma también desconcierta bastante: no es ni una novela ni un diario íntimo ni un poema en prosa y a la vez es todo eso junto y más. Es el largo llanto de un padre desolado, es la infinita despedida ante lo imposible de despedir, es el requiebro de un escritor intentando hacer lo único que sabe hacer (escribir), es un mazazo de poesía y dolor ineluctable. No sé si podría releerlo. Todos sus otros libros los he releído muchas veces, con el mismo entusiasmo y fervor de la primera vez pero ese... no sé, no creo que pueda tolerarlo, quizás algún lejano día. 


Así que hoy, en este día tan melancólico y propicio para lecturas de esas que nos dejan boqueando, vayan estos fragmentos que, para mí, son poesía pura (en prosa). Porque si alguien les dijo que la poesía sólo se puede escribir en verso les metió precisamente un ídem. No se dejen engañar, por favor. Y dejen que Umbral los envuelva con su escritura helicoidal: a pesar del desgarro lo disfrutarán. 

La carne no se deja literaturizar. A veces, si la cogemos distraída, es transparente y permite ver el hueso y la nada. Pero si hacemos esto con premeditación y miramos de reojo nuestra carne o la de otro hombre o mujer, se cierran filas, se armoniza la figura, se espesan los colores. La vida es opaca para la muerte. Gracias a eso vivimos.

La mujer quiere un poco de selva. La desnudez es la selva que llevamos aún en nosotros. La carne es el último paraíso perdido e imposible. Tiene que haber naturaleza en el cuerpo, boscosidad, porque el sexo es, ante todo, una recuperación de los orígenes, y esos cuerpos desnaturalizados por un exceso de cuidado y artificio han borrado de sí la selva. Ya no son nada.

La primera niñez, la época que perdemos de nuestra vida, de la que nunca sabemos nada, sólo se recupera con el hijo, con él vuelve a vivirse. Gracias al hijo podemos asistir a nuestra propia infancia, a nuestro propio nacimiento, y yo miraba aquellos ojos cerrados, aquel llanto rosáceo, y me veía a mí mismo, por fin, en el revés del tiempo. El niño, su debilísimo denuedo, su crueldad rosa, fe total en la vida, sin pasado ni futuro, presente completo, y cómo se ha ido abriendo paso a través del idioma, cómo ha ido abriendo frondas, formando palabras, y llega ya hasta mí, venido de la manigua que nos separaba, del bosque de los nombres y las letras, y está ya de este lado, habitante del alfabeto. Nunca llevamos a un niño de la mano. Siempre nos lleva él a nosotros, nos trae.

Los ojos pastan en el libro y a veces, al cerrar el libro, los ojos se quedan dentro, como hojas frescas, y ando ciego por la vida, sin ojos, sin ver el mundo, porque los ojos siguen mirando lo que han leído, se han enterrado en letra impresa.

Niño mío, hijo, fruta fugaz, manzana en el mar, siempre lo he dicho, milagro instantáneo, doblemente imposible, estoy aquí, en el desorden de tu ausencia, entre los colores, animales, objetos, hierros, ruedas y seres de tu mundo, tan muertos sin ti, juguetes de un sol solo que apenas los roza, y me mira tu ausencia desde todas las paredes, encarnas en fotografías cuando halago el tacto de la nada. No estás.

Antes, cuando era un escritor joven y responsable, quería describir minuciosamente las situaciones, los lugares. Luego comprende uno que basta con dar un olor o un color. Al lector le basta. Al lector le sirve esto mucho más. Dice Baroja de una calle que era larga y olía a pan. Ya está. Un largo olor a pan. Para qué más.

Y escribo, cada mañana, me siento a la máquina, dejo que fluidos oscuros, luminosidades de la noche asciendan a mí, y todo el torrente del idioma pasa a través de algo, de alguien, porque escribir es una cosa pasiva, receptiva, contra lo que se cree, así como leer es algo activo, creativo, voluntarista.

Quizá la literatura sea eso. Desaparecer en la escritura y reaparecer, gloriosamente, al ser leído. Por eso no hay que hacer demasiado evidente el esfuerzo del pensamiento al escribir. Para no entorpecer la resurrección de la carne que glorifica al autor cuando es leído.

Hay un hombre que ha querido hacerse su verdad y comunicárnosla. Hay un hombre que necesita afirmarse modificando el mundo, que necesita explicarse el mundo para explicarse a sí mismo. Hay un hombre que vive y muere en su libro, naufraga en el propio mar que él ha creado.

Gracias a la literatura he podido mantenerme al margen de los mercados del hombre, e incluso cuando más de cerca parece que toco el mundo con mi prosa, estoy salvado y lejano en el mero arte de escribir, en el mundo cerrado que es la literatura.

Abril, espuma verde bajo los pies breves de mi hijo, cadera femenina del mundo, costado pálido, idioma salvaje de la lluvia, lenguaje de todas las primaveras, caligrafía torrencial que deja dicho en el aire el secreto simple del universo.

Aquí, tu madre y yo, hijo, entre biombos, entre cocinas apagadas, entre anuncios, letra menuda y medicinas, qué solos, qué sin juntura, y el universo, hijo, el universo, que organizaba sus mayúsculas en torno de ti, y ahora es como el resto disperso de un naufragio.

Tu muerte, hijo, no ha ensombrecido el mundo. Ha sido un apagarse de luz en la luz. Y nosotros aquí, ensordecidos de tragedia, heridos de blancura, mortalmente vivos, diciéndote.

Toda la locuacidad del mundo me habla en tu silencio. Todo el silencio del mundo habla eternamente en tu adorable locuacidad.
Mortal y rosa, 1975.

8 de abril de 2021

Los neblíes de la sangre

Hay poemas que se nos quedan pegados por una palabra o por alguna expresión particular, ni siquiera por un verso completo. Hoy traigo uno de esos poemas que se me quedó pegado desde la primera vez que lo leí por una, para mí, extraña palabra, reproducida en el título de este posteo. Dada nuestra inmensa ignorancia, todos nos estamos preguntado qué demonios es un neblí, ¿verdad? Claro que sí y el diccionario, con su oficiosa paciencia de oráculo, nos dice que un neblí es, simplemente, un ave, más exactamente un halcón. Sin embargo, para mí, y acaso por la asociación que le imprime el verso, «los neblíes de la sangre son los rubíes con que esta se adorna cuando recorre el cuerpo de una poeta. No me pregunten de dónde saco cosa semejante, es lo que siempre me despertó ese maravilloso verso de la poeta uruguaya Juana de Ibarbourou: «muertos ya los neblíes de la sangre». 
Una interpretación «recta» del verso podría decirnos que, en realidad, la poeta se refiere a la pérdida de los bríos juveniles que sobreviene con la edad (si asociamos neblíes = halcones con la idea de fuerza y juventud), pero en mi cabeza loca la interpretación siempre es que lo que se ha muerto allí es la propia sangre, su propia sustancia vital, su rojo impúdico que se ha tornado ya el más angustioso negro. Quizás esta interpretación viene a cuento de la desolación que campea en todo el poema, vaya uno a saber. La magia de la poesía reside justamente en que, mientras no nos vayamos demasiado del texto, admite numerosas, opuestas y asimétricas interpretaciones. Eso hace también que sea tan fascinante y que nunca defraude, porque además de abrir mundos a través de la palabra en la asfixiante estrechez del actual, permite llevar las cosas más allá y resignificarlas, que no otra cosa es, después de todo la metáfora (como siempre digo en la etimología está todo y «metáfora» en griego significa «trasladar, llevar más allá»). 



Habrá más poemas de Juana de América en este blog: la vengo leyendo desde muy chica y la siento más cercana en su poesía y su forma de ver el amor y el mundo que al 99% de mis contemporáneas. Así de anacrónica soy y ando por el mundo, con pandemia y todo. 


RUTA

Apaciguada estoy, apaciguada,
Muertos ya los neblíes de la sangre.
Silencio es, silencio,
El día que empezaba en jazmín suave.

Por otras calles voy, mucho más altas,
Bajo un gélido cielo de palomas.
Es limpio, enjuto, el aire que me roza
Y hay en el campo frías amapolas.

Serena voy, serena, ya quebradas
Las ardientes raíces de los nervios.
Queda detrás el límite
Y empieza el nuevo cielo.

Perdida, 1950.

7 de abril de 2021

El milagro de la poesía (y de la amistad)

No es un secreto para nadie que soy bibliófila. O, más bien, bibliómana, porque no tengo ese TOC de no dejar que nadie toque los libros ni ando persiguiendo ediciones raras (bueno, es un decir) ni gasto fortunas en... ehm, bueno, se entendió lo que quiero decir. Vivo entre libros desde mi más temprana adolescencia. En otro lado ya he hablado sobre mi primer libro leído casi motu proprio (pueden enterarse cuál fue aquí) y cómo de a poco se fue armando mi biblioteca. Desde el vamos aposté por los libros usados, no sólo porque eran más accesibles sino porque siempre cuentan más historias de las que efectivamente traen.
En estos tiempos pandémicos y horripilantes que nos toca transitar, los libros se volvieron todavía más indispensables en este hogar, a pesar de que ya casi no hay lugar donde ponerlos y de que ya no compro los libros que solía comprar. Sigo comprando usados, por supuesto, pero he variado mucho las temáticas, por diversas razones. Patagonia y todo lo que tenga que ver con el Atlántico Sur se volvió una obsesión que antes no existía, y con cada vez más ahínco compro libros de ciencia, sobre todo de divulgación científica, que es lo que mi menguado entendimiento puede asimilar con más facilidad. Y también me he decantado mucho, en los últimos tiempos, por los libros de historia argentina, también los de historia en general, las biografías y los libros que podríamos llamar "de curiosidades". Antes, por eso marco esto, solamente compraba literatura y, a lo sumo, como ñoña de Letras, libros de crítica y teoría literaria, alguna cosa medio rara y nada más. Y poesía, desde luego, toneladas de poesía. Pero de la literatura ya me cansé un poco o compro solamente los clásicos que aún me faltan y voy en búsqueda de otros mundos desconocidos e igual de fascinantes: ahora, por ejemplo, estoy leyendo un libro que relata novelescamente el nacimiento de la paleontología y los primeros estudios arqueo-geológicos, por así decirlo. El autor es un simpático señor francés que, como si se tratara de un cuento, va develando las historias detrás de los primeros hombres que se encontraron o bien con restos fósiles o bien con pinturas rupestres y empezaron a estudiarlos con detenimiento hasta convertir eso en sendas ciencias. Es tan fascinante como la mejor novela y antes, digamos hace diez o quince años, no se me hubiera ocurrido ni por las tapas comprar, mucho menos leer, un libro semejante.
Así las cosas, con toda la cuestión pandémica se impusieron las compras on line y el delivery de libros. Hoy fue día de recibir cajita con libros, una felicidad total para todas las habitantes de esta casa: para mí, por los libros, y para mis gatas, por la caja (no conozco gato alguno que no ame las cajas). Entre todas las maravillas que le compré a mi máximo librero de confianza (no se enojen los otros dos libreros de confianza, eh), el tío Alfred E. Vonnegut, vino además un librillo de regalo: Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, uno de los clásicos de Rainer María Rilke.
Y aquí vamos con lo que nos convoca en este blog: Rilke fue uno de mis primerísimos alimentos iniciáticos en la poesía gracias a una profesora del Colegio Nacional de Quilmes. Cuando supo de mis veleidades poéticas, tuvo el excelente tino de prestarme las Cartas a un joven poeta de Rilke, que todo aspirante a poeta, joven o no, debería leer obligatoriamente antes de siquiera sentarse a escribir la primera sílaba de un posible verso, pues allí lo tiene todo. De hecho, en el CdP original hay numerosas citas de las Cartas que ya transcribiré. La cosa es que me puse a hojear el librillo de regalo y me encontré con el recorte que ilustra este posteo delicadamente posado entre sus páginas, uno de esos regalos que nos hace el universo o la poesía o el arte cada tanto. Mejor dicho, cada vez que compramos un libro usado que, como dije, trae más historias que las que efectivamente trae. Transcribo las palabras de Rilke y me apresto a leer los Cuadernos de Malte... ni bien termine con la novela de la paleontología.
Así da gusto ser bibliómana y tener semejantes dealers amigos. 


EL MILAGRO DE LA POESÍA 
Los versos no son, como creen algunos, simples sentimientos: son experiencias. Para escribir un solo verso, hay que haber visto muchas ciudades, muchos hombres y muchas cosas; hay que conocer a los animales, hay que haber sentido el vuelo de los pájaros y saber qué movimientos hacen las flores pequeñas al abrirse por la mañana. Es necesario poder pensar en caminos de regiones desconocidas, en encuentros inesperados, en despedidas que uno veía llegar desde hace tiempo; en días de infancia que resultan todavía misteriosos; en los padres a los que se mortificaba cuando traían una alegría que no se comprendía (era una alegría hecha para otros); en enfermedades de infancia que comienzan tan extrañamente, con tan profundas y graves transformaciones; en días pasados en habitaciones tranquilas y recogidas, en mañanas al borde del mar, en el mismo mar, en mares, en noches de viaje que se agitaban muy alto y volaban con todas las estrellas. Y no es suficiente saber pensar en todo esto. Hace falta tener recuerdos de muchas noches de amor, cada una de ellas distinta de las otras, de gritos de parturientas y de paridas leves, blancas y durmientes, que se cierran. Es necesario también haber estado junto a los moribundos, es necesario haber permanecido sentado junto a los muertos, en la habitación, con las ventanas abiertas, y los ruidos que irrumpen como golpes. Y tampoco basta tener recuerdos. Es necesario saber olvidarlos cuando son muchos, y hay que tener la inmensa paciencia de esperar que vuelvan.
Los cuadernos de Malte Laurids Brigge

6 de abril de 2021

Carpe diem

[CdP] Se han dicho innumerables cosas sobre la traducción de poesía, en general de una lengua moderna a otra. Pero, ¿qué pasa con la traducción desde una lengua muerta a una presumiblemente viva? Cuando en la facultad cursé Latín, nos enseñaron a traducir lo más fielmente posible a Catulo, a Horacio, a Marcial (entre otros) y fue recién ahí cuando pude apreciarlos en todo su esplendor (aunque ya los conocía), porque pude meterme en sus poemas hasta donde mi sapiencia respecto del idioma original pudo acompañarme. En un volumen del CEAL de poemas de Horacio, escribí esta encendida diatriba en su primera página, a propósito de estas cuestiones: 

Aviso al futuro lector: La traducción de poesía es una tarea fundamentalmente inútil y desconsiderada, aunque fatalmente necesaria para al menos acercarse a todos los tesoros no escritos en lengua castellana. Siendo esto así, sería de desear que la traducción de la poesía, en este caso particular de la más excelsa poesía latina (junto con la de Catulo, a mi juicio, la de Horacio es la más sublime), fuera lo más ajustada y «pegada» posible al significado original de las palabras latinas. Pero, no sólo de las palabras sino también de los particulares construcciones sintácticas, que son francamente desterradas o inventadas en algunos pasajes de este librito. La señora A. G. aprendió a traducir latín con el enemigo, pues cae en innumerables errores que yo (recién estando en Latín II) no me puedo permitir cometer siquiera. Como nosotros en la cursada no vemos todas las Odas de Horacio, sino sólo algunas, ofrezco aquí la traducción «ajustada» (la traducción correcta o perfecta creo que no existe) de los poemas que hemos visto este año y proclamo alguna vez enmendar esta horrible falta de traducciones certeras, más aproximadas al sentido original (o el que suponemos con cierto fundamento que puede ser tal) de los términos y, sobre todo, sin groseros errores sintácticos y semánticos.

Copio entonces una de las odas más famosas, la I, 11, la del carpe diem, exacto. 

I, 11

Tu ne quaesieris (scire nefas) quem mihi, quem tibi
finem di diderint, Leuconoe, nec Babylonios
temptaris numeros. Ut melius quicquid erit pati!
Seu pluris hiemes seu tribuit Iuppiter ultimam, 
quae nunc oppositis debilitat pumicibus mare
Thyrrenum, sapias, vina liques et spatio brevi
spem longa reseres. Dum loquimur, fuguerit invida
aetas: carpe diem, quam minimum credula postero.

Odas

Cuya traducción «ajustada» según se vio en Latín II, curso 1998, es: 

Tú no indagues (saberlo es sacrílego) qué fin los dioses nos han dado a ti y a mí, ¡oh Leuconoe! (*) y no ensayes las cifras babilónicas (**). ¡Cuánto mejor [es] padecer cualquier cosa que sea! Si, o bien Júpiter te ha concedido muchos inviernos o bien el último, el cual debilita al mar Tirreno ahora en los escollos salientes, sé sabia, filtra tus vinos y recorta tu larga esperanza en un breve espacio [de tiempo]. En tanto que hablamos el tiempo envidioso habrá huido: atrapa el instante, en lo más mínimo te confíes al momento de mañana. 

Para suscitar la discusión, la traducción de A. G. es: 

Saberlo está vedado, no preguntes qué fin me darán los dioses, cuál te darán a ti, Leuconoe, y no interrogues a los números babilónicos. Mucho mejor es soportar lo que venga, ya sea que Júpiter te otorgue muchos inviernos, o bien te conceda este último que ahora debilita al mar Tirreno, entre las rocas que lo contienen. Ten juicio, filtra tus vinos y dosifica la esperanza larga en corto tiempo. Mientras hablamos el tiempo envidioso huyó: aprovecha el momento y cree lo menos que puedas en lo que vendrá. 

(*): Leuconoe, epíteto con el que el poeta se dirige a la destinataria del poema, es una conjunción de dos palabras griegas, leuco, que significa «blanco» y nous, mente, literalmente «mente en blanco» o «simplota». 
(**): no ensayes las cifras babilónicas, el poeta le sugiere a Leuconoe que no consulte los horóscopos y que en cambio viva el momento. 


Además de agregar las dos notas precedentes, agrego ahora lo siguiente: más allá de la evidente pedantería de mi «aviso al futuro lector» (recuerden que escribí estas cosas hace veinte años o más) y de la nunca cumplida promesa de contribuir con traducciones «ajustadas» de la poesía latina clásica al acervo universal (cosa que sí han hecho otros, por suerte), lo que planteaba allí es cierto. Cuando desconocemos el idioma de origen, necesariamente debemos confiar en que la traducción que estamos leyendo es certera, ajustada, lo más fiel posible. Ahora, cuando tenemos un cierto conocimiento de la lengua original la cosa empieza a complicarse, porque podemos observar todos los tropiezos, licencias y hasta errores que cometió el traductor, además de anotar que nosotros lo hubiéramos traducido así o asá. Por eso siempre pensé que lo mejor es leer a los poetas en su idioma original pero no siendo uno Picco della Mirándola esto puede complicarse bastante y si no fuera por las traducciones (buenas, malas o regulares) no hubiera conocido, por ejemplo, a mi amadísima Wislawa Szymborska. 
Ahora bien, volviendo a los nunca ponderados como se debe latinajos (dicho esto con todo cariño), creo que las cursadas de Latín fueron de mis momentos más felices en Letras. No solamente era una alucinación constante aprender sobre la historia de Roma sino que tener la posibilidad de traducir entre todos esos poemas tan maravillosos se me antojaba algo increíble, era de lo que más disfrutaba entonces. Tenía siempre las carpetas completas, me había aprendido de memoria para el final de Latín II todos los poemas correctamente escandidos y si no se me hubiera cruzado eso que algunos llaman «la vida», otros «el destino» y los romanos, justamente, el fatum, hubiera seguido con los latines hasta el final y me hubiera dedicado muy gustosa a ellos, siempre en compañía de Catulo, Horacio, Marcial y Cicerón en vez de los ancianos más severos y de los traductores que se arrogan el derecho de cercenar versos para no ofender a nadie, como hacen los actuales (!). 
Por último: poetas, si está a vuestro alcance, traduzcan poesía, es un ejercicio fenomenal, en todo sentido.

4 de abril de 2021

Dulce corazón mío de súbito asaltado

[CdP] También hay lugar aquí (¡y cómo no iba a haberlo!) para la sensualidad, el erotismo, el apasionado y delicado placer de, por ejemplo, querer ser...

CALVIN KLEIN UNDERDRAWERS

Fuera yo como nevada arena 
alrededor de un lirio, hoja de acanto, de tu vientre horma, 
o flor de algodonero que su nube ocultara 
el más severo mármol travertino. 
Suave estuche de tela, moldura de caricias 
fuera yo, y en tu joven turgencia 
me tensara. 
Fuera yo tu cintura, 
fuera el abismo oscuro de tus ingles, 
redondos capiteles para tus muslos fuera, 
fuera yo, Calvin Klein. 

Ellas tienen la palabra, 1997.



Acoto ahora que aquí no sólo habrá lugar para la sensualidad y el erotismo volcados en poesía sino que, en tiempos en los que todo parece indicar que está mal visto ser (relativamente) «normal» y principalmente «heterosexual», en este espacio yo reivindico la poesía celebratoria de los cuerpos, del amor, de los amantes y del más profundo erotismo. Reivindico, celebro y practico, hasta donde me es posible, la poesía que le canta a la cópula humana, que la exalta y engrandece, que la lleva a pináculos de asombro y deliquio, que no se priva de cantarle alabanzas a la excelsa coyunda, que pone ayes y aleluyas cuando un hombre y una mujer, plenos, ahítos de deseo uno por el otro, osan al fin fundirse en uno. Reivindico, celebro y ejecuto esa clase de poesía, como lo hice en mi Pequeño manual de anatomía masculina, bajo el influjo, claro que sí, de la española Anna Rossetti, entre otras muchas poetas que no temieron cantarle loas al hombre en momentos en que, parece, lo único permitido es la misandria más horripilante. Por eso aprovecho para sumar otro de sus maravillosos poemas y los invito a recorrer su obra. 

CHICO WRANGLER

Dulce corazón mío de súbito asaltado. 
Todo por adorar más de lo permisible. 
Todo porque un cigarro se asienta en una boca 
y en sus jugosas sedas se humedece. 
Porque una camiseta, incitante señala, 
de su pecho, el escudo durísimo, 
y un vigoroso brazo de la mínima manga sobresale. 
Todo porque unas piernas, unas perfectas piernas, 
dentro del más ceñido pantalón, frente a mi se separan. 
Se separan. 

Anna Rossetti
Indicios vehementes, 1985.

3 de abril de 2021

Los poemas se escriben con palabras, no con ideas

La poesía y los poetas es el título de uno de los primeros libros sobre poesía que compré en mi vida. Más exactamente, según veo, en 1991. Tenía entonces apenas diecisiete años, pero cada vez que se me presentaba la oportunidad, compraba libros y, con cada vez mayor insistencia, libros de poesía o sobre poesía, como en este caso. Si bien entonces no había pasado de leer el Romancero gitano y algunos poemas sueltos en el colegio, vagamente ya comprendía que mi destino y mi vocación estaban allí, en esa cosa tan ilusoria y fantástica como es la poesía. Y procuraba acercarme, hacerme amiga, como si de un felino arisco se tratara, y creía que leyendo estos libros (y hasta peleándome con ellos, según veo ahora) iba a convencerla de mi interés. No hubiera hecho falta nada de esto, entiendo ahora, porque la poesía simplemente elige ella misma sus vehículos y estaba claro que a mí me había elegido (no puedo explicar cómo, simplemente era así), pero sí observo que mis intuiciones no me engañaban: si bien en ese entonces casi todos los poetas que escriben en este libro me eran completamente desconocidos (muchos de ellos aún lo siguen siendo, digamos todo), ahora sé que varios de ellos son de una importancia superlativa al menos en las letras nortamericanas, como Gregory Corso. Observo ahora también que el libro está profusamente subrayado y bastante comentado en los márgenes, aunque esos comentarios son de una lectura muy posterior, más aún, creo que fue durante la realizada para el CdP. Justamente, toda esta introducción es para compartir las opiniones del poeta norteamericano William Jay Smith, cuya obra poética desconozco con total prolijidad, pero cuyas impresiones (que copiaré a continuación extrayéndolas del CdP) comparto plenamente. Habrá más sobre este libro. 



[CdP] Más opiniones sobre la poesía: 

La variedad en la poesía, como en cualquier parte, lo representa todo. Constituye el condimento sin el cual el manjar resulta viscoso e insípido. El repetirse a sí mismo ad infinitum, como hacen inclusive algunos poetas modernos muy talentosos me parece algo semejante a encerrarse en la cocina llena de olores rancios, desagradables. Siempre he creído en el dicho de Jean Cocteau de que el artista debe descubrir lo que puede hacer y hacer algo completamente distinto. El poeta debe aventurarse siempre, probar cosas nuevas.

La siguiente anécdota la contaba el profesor Cowes por lo menos cada clase y media en los teóricos de Teoría Literaria, tanto I como II: 

... la historia de Degas que, excitado, llevó algunos poemas que había escrito para enseñárselos al poeta Mallarmé. En ellos el pintor había intentado traducir todo el placer que le producían las bailarinas y los caballos de raza, y cuando el poeta vaciló en dar su aprobación, el artista protestó diciendo que, después de todo, había comenzado los poemas con ideas muy buenas. Mallarmé replicó, desde luego, que los poemas se escriben con palabras, no con ideas.

Finalmente: 

... todas las obras de arte deben poseer su misterio y que, si bien los poemas pueden desarmarse como relojes, cuando se los vuelve a armar aun pueden no quedar explicados. Conservan, emiten, como dijo García Lorca refiriéndose a lo que debía ocurrir con toda gran obra de arte, sus «sonidos negros». Esta, según parece, constituye la resonancia que posee toda gran poesía: ese insondable misterio de la psique al que sólo podemos acercarnos con reverencia y amor.

Poets on poetry

P. D.: Dejo el título en inglés del libro porque la traducción castellana siempre me pareció desacertada. No es «la poesía» y «los poetas» por su lado, como da a entender, sino que es los poetas hablando de/sobre la poesía. Es una diferencia sustancial que nunca comprendí muy bien cómo o por qué se les pasó a sus traductores.

2 de abril de 2021

Soldados

En general, deploro la poesía de ocasión. Con "poesía de ocasión" me refiero a esos poemas compuestos para celebrar algún suceso digno de ser recordado, poemas generalmente escritos inmediata o simultáneamente con el hecho en cuestión. Suele ser uno de los usos más arraigados de la poesía, que se puede rastrear hasta el origen mismo del género lírico con Píndaro y sus Odas, por decir algo. A mí, salvo unas pocas y gloriosas excepciones, suele parecerme siempre una reverenda porquería, un uso espurio de la poesía, una función que no le es connatural, un forzamiento, no sé. Posiblemente exagero, pero en general pienso esto. Me ponen de muy mal humor esos textos que circulan con la velocidad del rayo en Facebook luego de algún acontecimiento ominoso, como si sus autores estuvieran siempre esperando que ocurra alguna desgracia para ir y escribir unos versos. Alguna vez dije esto en mi muro y muchos amigos y colegas me saltaron a la yugular, para variar. Está bien. Son puntos de vista. Yo prefiero, en todo caso, que la poesía nazca del asombro, de la contemplación y de una larga templanza del dolor, en lugar de que sea un espasmo violento ocasionado por la tristeza, por las injusticias o por la luctuosidad de ciertos acontecimientos. También es cierto que en muchas ocasiones la angustia es tan galopante ante lo que ocurre que sólo escupiendo versos o ristras de palabras que se asemejen a ellos se puede lograr un mínimo de paz. Lo entiendo. Es escritura terapéutica y no tiene nada de malo, pero no sé si es lícito hacerla pasar por poesía sin más. Sin dejar que decante, que quede lo esencial y se diluya lo superfluo de la emocionalidad y el grito. Muchas veces es sumamente complicado distinguir una cosa de otra, poder decir cuándo lo terapéutico puede llegar a un nivel literario, etcétera. Entramos ya en las finas disquisiciones de la teoría y la crítica literaria que tanto espantan (y con razón) a los profanos. Para no seguir yéndome por las ramas, retomo: la poesía de ocasión suele caerme mal, salvo, insisto, excepciones.




Precisamente esta es una excepción. No sólo porque es un hermoso y tristísimo poema que resume toda una tragedia en un brevísimo espacio sino porque además forma parte de un poemario igual de hermoso y triste que fue trabajado años y años y que nunca se dejó llevar por el mero espontaneísmo o la mera efusión. Y tiene, además, el agregado de haber sido escrito por alguien que estuvo allí, que lo vivió y que no, no se lo contaron. En tiempos en que la desmalvinización cunde y en que quieren convencernos de que no estamos en guerra (nunca dejamos de estar en guerra, digan lo que digan) es hora de levantar esta bandera más alta que nunca. 
Malvinas argentinas siempre. Gloria y honor a los veteranos y caídos en la guerra de Malvinas.

Cuando cayó el soldado Vojkovic 
dejó de vivir el papá de Vojkovic 
y la mamá de Vojkovic y la hermana 
También la novia que tejía 
y destejía desolaciones de lana 
y los hijos que nunca llegaron a tener 
Los tíos los abuelos los primos 
los primos segundos 
y el cuñado y los sobrinos 
a los que Vojkovic regalaba chocolates 
y algunos vecinos y unos pocos 
amigos de Vojkovic y Colita el perro 
y un compañero de la primaria 
que Vojkovic tenía medio olvidado 
y hasta el almacenero 
a quien Vojkovic 
le compraba la yerba 
cuando estaba de guardia 

Cuando cayó el soldado Vojkovic 
cayeron todas las hojas de la cuadra 
todos los gorriones todas las persianas

Soldados, 2009.

P. D. del 31/05/2021: Es la tercera vez que tengo que reponer la imagen. Me pregunto si hay algún algoritmo al que le molestan las imágenes de Malvinas, sólo porque soy muy desconfiada y malpensada. Espero que simplemente se trate de una coincidencia... porque seguiré poniendo imágenes de Malvinas todas las veces que haga falta. Actualización del 02/04/2022: repongo la imagen por cuarta vez. Hartante ya. 

30 de marzo de 2021

Las deidades felinas

Son innumerables los poemas sobre gatos. Hay numerosas antologías y, desde luego, tengo varios poemas gatunos favoritos (uno de ellos jamás puedo leerlo sin llorar a mares, en otro posteo contaré por qué). No hay ser más bello y misterioso, en mi opinión, que un gato. Los felinos en general lo son, pero los gatos tienen un plus, acaso por su tamaño menor respecto de panteras, tigres o leones, o por la aparente maleabilidad que nos deja acercarnos y hasta alzarlos (no siempre). Se han escrito también hermosos libros sobre ellos, como este, así que no voy a enzarzarme en un panegírico gateril ahora (ya he hecho varios, además). 
Quiero simplemente explicar, o mejor dicho, hacer ver por qué el siguiente poema del mexicano José Emilio Pacheco es una pequeña gran proeza de la sencillez y el encanto. No es sólo porque describa a la perfección la actitud que suelen adoptar los gatos (en especial las gatas) frente al mundo, sino porque logra, con la mayor economía, ponernos frente a frente con todo un universo en apenas un puñado de versos. ¿Me acompañan a ver cómo está hecho? 
Prometo que este «destripamiento» de los poemas es de lo más proteico y provechoso tanto para quien quiera iniciarse en el arduo camino de la poesía (quiero decir, lanzarse a escribirla), como para quien quiera únicamente disfrutar de su magia leyéndola. No se pierde la magia, justamente, por mostrar los trucos: puede ser que incluso se acreciente. Antes de pasar a lo que sigue, recomiendo que se lea el poema y luego se lea el análisis (también puede obviarse este paso, desde luego, pero lo dejo para quien guste de él).

Como corresponde a cualquier análisis que se precie de tal, comencemos por el título. Una única palabra condensa el espíritu y la temática del poema: «Gatidad», neologismo del autor que celebro por su justeza y eufonía («Felinidad» no suena tan bien). Inmediatamente logra que lo asociemos con «deidad», que es exactametne la actitud que toman los felinos en cualquier circunstancia (miles de memes así lo atestiguan). El poema se inicia con una estrofa de un único verso que, de inmediato, pone en escena a la protagonista, a los espectadores de su gatidad y el ambiente en el que todos están envueltos. Con un puñado de palabras ya vislumbramos la sobremesa de una reunión familiar o de amigos en la que, sigilosamente, como hacen todos los gatos, ha entrado su deidad felina. Escuchamos incluso el repentino silencio que se hace ante la aparición, prácticamente equiparable a una epifanía. La segunda estrofa se demora, con parsimonia igualmente felina, en describir a la gata de marras: nos informa que no es una fina gata de raza, muy por el contrario es una gata marca «gato», es una gata común, aunque «común» en el reino felino jamás significará «ordinaria» pues ni el más rantifuso de los mishines lo es ni aunque quiera. Ellos siempre están en otro orden, fuera de las categorías asequibles de este mundo. Esta gata no es la excepción, incluso con toda su «bastardía». La tercera estrofa, del mismo modo que en una obra teatral, alcanza el clímax: la gata ha hecho su número, ha dictado sentencia, ha repasado a todos y cada uno de los humanos allí presentes y ha concluido que, tal como sospechaba, ninguno vale la pena un segundo de su preciosa atención y procede sin más a retirarse. Se ha cerciorado de que allí no hay nada que revista su interés y lo hace saber, a su taxativo modo. Juro que no estoy delirando. Los gatos hacen eso todo el tiempo. Complejos pensamientos atraviesan sus testas perfectas y los dueños podemos, incluso, reconocerlos. La convivencia permanente con ellos nos brinda esta delicada gimnasia, que también nos permite inferir qué desean cuando se dignan a reclamarnos algo, aunque no siempre podamos satisfacer todos sus deseos (o caprichos). La cuarta estrofa acentúa lo ya dicho en la tercera, repitiendo (y fundamentando) el neologismo del título y dejando ver la poderosa personalidad de la gata, bastarda y todo. La quinta estrofa, al igual que la primera, vuelve a arremeter con un único verso que informa cuánto duró la atenta observación de la felina: le bastó medio minuto para dar cuenta de todo ese universo, cosa que los humanos no siempre podemos ni sabemos realizar. La última estrofa, gran y perfecto remate de esta viñeta de cotidianeidad elevada a poesía, cierra el círculo interpretando el lenguaje felino a la perfección y dejando una lección moral para los sorprendidos y escasamente lúcidos humanos que tenemos la suerte de convivir con deidades peludas así de maravillosas. 

P. D.: Sí, ilustro este posteo con una foto de mi amada Catina, dueña de una gatidad irresistible. 




GATIDAD

La gata entra en la sala en donde estamos reunidos.

No es de Angora, no es persa
Ni de ninguna raza prestigiosa.
Más bien exhibe en su gastada pelambre
Toda clase de cruces y bastardías.

Pero tiene conciencia de ser gata.
Por tanto
Pasa revista a los presentes,
Nos echa en cara un juicio desdeñoso
Y se larga.

No con la cola entre las patas: erguida
Como penacho o estandarte de guerra.

Altivez, gatidad,
Ni el menor deseo
De congraciarse con nadie.

Duró medio minuto el escrutinio.

Dice la gata a quien entienda su lengua:
Nunca dejes que nadie te desprecie.

José Emilio Pacheco
El silencio de la luna: poemas, 1985-1996.